Roberto Arlt, el octavo loco
Es el cronista siempre relevante, el escritor anarco-marginal, el espejo del lumpen en la Argentina del XX, cuya importancia en el canon nacional es hoy absolutamente indiscutida. A punto de cumplirse 70 años de la muerte del autor de “Los siete locos” se mantiene viva su creencia de que se debe escribir “con la violencia de un cross a la mandíbula”.
Sábado, 21 de julio de 2012
Por Mariana Guzzante (fragmentos de la nota original)
Ya sea que abrieras - digamos en un típico cafetín porteño- el diario socialista La Vanguardia, el conservador La Nación o el progresista El Mundo, esa mañana del 27 de julio de 1942 te hubieras topado con la dura noticia: una emotiva pero corta necrológica anunciaba en los periódicos el fallecimiento del periodista y escritor Roberto Arlt a causa de un “ataque al corazón”.
Claro que El Mundo traía un preciado bonustrack, la última crónica que Arlt envió a la redacción. El autor de las Aguafuertes (esos relatos que se venían publicando día a día desde el ’37 con éxito de folletín y acidez de sátira) aparecía allí firmando su cotidiana columna un día después del infarto, como si hubiera extremado adrede esa “prepotencia de trabajo” con la que solía legitimarse en vida frente a la crítica que le fruncía la nariz y lo tenía como un advenedizo de la literatura.
La última Aguafuerte se titulaba “El paisaje de las nubes”, una historia protagonizada por un escritor hijo de inmigrantes (como él), bastante criticado (como él), en una ciudad voraz (como la suya).
No, la muerte de Arlt no fue tapa. De hecho, apenas se la mencionó en una edición que sí destacó en primera plana el empate entre Racing y River 1 a 1.
Su segunda esposa (Elizabeth Shine, entonces embarazada de 5 meses de ese hijo que se llamaría también Roberto Arlt, que se convertiría en bibliotecario y que nunca querría hablar sobre la obra de su padre), decíamos Elizabeth Shine, la guapa secretaria del sello que editaba El Mundo por aquellos años y que se casó con él a escondidas por miedo a que la echaran, luego contó que lo último que su pareja le dijo fue “no sé” después de que ella le pidió la hora, a las 10 en punto del domingo 26.
Un detalle macabro subraya la última metáfora arltiana: antes de velarlo en el Círculo de Periodistas para luego cremarlo, debieron sacar el enorme cajón por la ventana del modesto edificio del barrio de Belgrano. Esa imagen, la del féretro de Arlt colgando con unas sogas sobre Buenos Aires fue leída como el lugar que ocupó en la literatura argentina.
¿Podríamos decir que en Arlt hay algo de tango novelado?, le preguntaron una vez a Ricardo Piglia.
“Un tango entreverado con marchas militares, con himnos del Ejército de Salvación, con canciones revolucionarias, una especie de tango anarquista donde se cantan las desdichas sociales y donde se mezclan los elementos de cultura baja: las ciencias ocultas, el espiritismo, las traducciones españolas de Dostoievski, cierta lectura popular de la Biblia, los manuales de difusión científica y de sexología (...). Lo que atrae a Arlt es ese elemento de folletín que hay en Nietzsche y que Gramsci percibía agudamente cuando señalaba las relaciones entre el superhombre y los héroes de las novelas de entregas como Rocambole o el Conde de Montecristo”.
El guapo del 900
Nota autobiográfica: “Me llamo Roberto Godofredo Christophersen Arlt y he nacido en la noche del 26 de abril de 1900, bajo la conjunción de los planetas Mercurio y Saturno”. ¿Godofredo Christophersen? ¿Exceso de romanticismo propio? Sabemos que le gustaba construir su fábula de origen. En esa misma nota, por ejemplo, le adjudica a su astrólogo el certero vaticinio de un carácter “melancólico y huraño”.
Ahora bien, recién el año pasado, a 69 de su muerte, se descubrió su partida de bautismo. ¿El nombre verdadero? Roberto Emilio Gofredo. Y si bien es fácil suponer que el último es la errata de Godofredo, el detalle acentúa más aún esa compleja relación con su nombre como “lugar incómodo” en la enunciación de la literatura nacional.
Claro que recordarán, aquí, esa aguafuerte porteña titulada “Yo no tengo la culpa”, en la que Arlt reflexiona sobre lo difícil que resulta acceder al mundo de la literatura para los que (como él) carecen de linaje nacional y arrastran, para colmo, un apellido impronunciable: esas “inexpresivas cuatro letras”, una vocal y tres consonantes vaciadas de toda legitimación social.
Decía de sí: “Uno setenta y dos. Bien vestido y razonablemente alimentado. No soy supersticioso ni creo en brujerías, aunque prefiero evitar a los yetatores. Me gustan las piernas de las mocitas de lindas piernas. No puedo leer si no estoy completamente solo. Soy piadoso con los demás. Y conmigo también. Voy por el mundo en perpetua expectativa (...) Como, duermo, me rasco. Mi copa es pequeña. Pero me gusta beber de mi copa (...) Me llamo Arlt, cargando el acento en la ele”.
Nuestro Dostoievski
El descubrimiento de la ciudad y sus retorcimientos lo convierten en uno de los grandes escritores argentinos junto a Cortázar, a Walsh. Y sí: es nuestro Dostoievski.
Arlt marcó su estilo a partir de la mezcla, del entrevero, y esa es una de las diferencias abismales que mantuvo con Borges, que trabajaba con la elipsis y la precisión.
Arlt y sus personajes vivieron en el lado marginal de la ciudad que describió Jitrik: “Para ellos no hay nada que hacer: Buenos Aires es una enorme campana indiferente donde en cuestión de horas, más o menos, todos esos infelices serán exterminados”.
Puede que sus dos mil aguafuertes que publicó entre 1928 y 1942, el año de su muerte, en el diario El Mundo lo ubicaran en la categoría de escritor popular, pero sus volúmenes de cuentos (“El jorobadito”, “El criador de gorilas”), novelas (“Los siete locos”, “El juguete rabioso”, “Los lanzallamas”, “El amor brujo”), una docena de obras de teatro (“Trescientos millones”, de 1932; “Saverio el cruel”, de 1936; “La isla desierta”, “La fiesta del hierro”, entre otras) y artículos y columnas periodísticas, en El Mundo, Mundo Argentino, El Hogar y Crítica, entre otros medios gráficos, lo ubicaron en el ABC de la literatura argentina.
Creía que un libro debía golpear con “la violencia de un cross a la mandíbula”.
Su ritmo siempre fue el contratiempo. En una oportunidad contó: “El jefe de redacción del diario ha pasado un día a las 9 de la mañana por la redacción, otro a las 3 de la tarde y otro a las 9 de la noche, y me ha encontrado siempre rodeado de papeles, hecho un forajido, con barba de siete días, tijera descomunal sobre el escritorio y un frasco de goma agotándose.
Entonces, se ha detenido frente a mí, diciéndome: ‘¿Se puede saber qué hacés? Escribís todo el día y no entregás una nota sino cada muerte de obispo. He tenido que contarle: ‘Querido jefe, confieso que aquí comienzo y termino mis novelas’”.
Murió en el cuarto de una modesta pensión. “Algún día moriré y los trenes seguirán caminando, y la gente irá al teatro como siempre y yo estaré muerto para toda la vida”.
http://www.losandes.com.ar/notas/2012/7/21/roberto-arlt-octavo-loco-655619.asp
Roberto Arlt, el mejor de todos
26/07/12
Por Juan Mendoza (fragmentos de la nota original)
El 26 de julio de 1942 moría en Buenos Aires Roberto Arlt. Tenía sólo 42 años y su muerte pasó casi inadvertida para la prensa. Por aquellos días los Aliados combatían contra los alemanes en Egipto y empezaba una nueva etapa de la Segunda Guerra. En Argentina fue un domingo “plomizo”, como a él le gustaba llamar a los días nublados. Entre las noticias literarias, las revistas estaban ocupadas en el desagravio a Jorge Luis Borges, por entonces relegado del Premio Nacional de Literatura.
Lo velaron en la misma sede del Círculo de la Prensa donde unas horas antes había ido a votar. En la ceremonia de despedida habló el escritor Nicolás Olivari y el poeta Horacio Rega Molina leyó un soneto. Al día siguiente, el diario El Mundo sacó su última aguafuerte: “Un paisaje en las nubes”. Unos días después el periodista Augusto Mario Delfino escribió: “Lo cremaron en el cementerio del Oeste. Bajo el cielo gris, alzándose en la lluvia, una nubecita de humo blanco anunció el fin”.
Por sus Aguafuertes , la popular columna que escribió desde 1928, se destilaron sus temas: su ácida mirada sobre el amor y la política, el dinero, la traición, las ciencias ocultas, las modificaciones en el paisaje de la ciudad, con sus “chimeneas de carbón”, “sus “torres de transformadores de alta tensión” y las nuevas fantasías y delirios de sus habitantes. Autor de novelas centrales de la literatura argentina y de relatos como los de El criador de gorilas (1941), Arlt también se destacó como dramaturgo, llevando adelante él mismo muchas de sus puestas en el Teatro del Pueblo: obras como África , en 1938.
Como si todavía siguiera escribiendo, con los años su obra se ha agigantado. Es un ineludible punto de referencia para escritores y críticos como David Viñas, Adolfo Prieto, Oscar Masotta, Horacio González, Alan Pauls. Entre los libros sobre Arlt más importantes de los últimos años se destaca Arlt va al cine de Patricio Fontana (2009), un exquisito paseo por las películas y los cines que alimentaron su escritura.
Como crítico, siempre simulaba evitar los bultos de la historia: ir a la trama, destacar la actuación de un actor y esos aspectos que entran en los afiches. Él sencillamente veía otras cosas. Reparaba en algo que aparecía perdido en algún ángulo de la pantalla, y tenía un “caprichoso” sistema para distinguir entre las buenas y las malas películas. Esto le valió que lo terminaran enviando a reseñar las películas de Clase B, acaso las que más le gustaban. Con esa mirada desviada también leía. Y también interpeló a los acontecimientos de su época. Fue el suyo el tiempo violento de entreguerras y el de “la década infame”. Como periodista, en 1931 le tocó “presenciar” el fusilamiento del militante anarquista Severino di Giovanni. Prefirió centrarse en la cara de los que, humillados por la dignidad del condenado ante el pelotón, sólo atinaban a ponerse pálidos y a morderse los labios. El grito de di Giovanni antes de morir contrastaba para él con el frac, los zapatos de baile, la galera de uno de los espectadores. Un tiempo después Arlt lo puso a di Giovanni como personaje de una de sus novelas. Narrar para él también era saber elidir. Podría decirse que su mirada desenfocaba, pero no: enfocaba bien, lo hacía en los pequeños lugares, recalaba en ese detalle apenas perceptible y en el que siempre se acurruca el corazón mínimo de la verdad. Viajó por el interior, por Uruguay y Brasil, y más tarde por España y Marruecos. Escribió sobre todo. Y cuando estuvo a punto de caer en algún precipicio saltó sobre las cosas del mundo con su mirada incisiva capaz de identificar de un solo golpe de ojo cosas que para muchos parasarían desapercibidas.
Cuando alguna vez le preguntaron cuál era el escritor más importante de su generación, Arlt se nombró a sí mismo. Hoy sabemos que fue bastante modesto: venía de otra parte y vio las cosas que sus contemporáneos no.
http://www.clarin.com/sociedad/Roberto-Arlt-mejor_0_743925698.html