El genio de la multitud
ANDRÉS PINZÓN SINUCO / 4 de Mayo de 2014 12:02 am
Bebe, escribe y folla. Ese era su consejo de iconoclasta insumiso. Hank, o Charles, o Bukowski, eran la misma persona y los tres tenían la fuerza de los elementos. El rayo de su escritura llegó como una llama viva, un fuego agresivo de púgil del que se desprendía el acto creativo de una literatura prolífica. Poeta maldito. “Si a tus amigos les empieza a gustar tu trabajo, algo anda mal. Si los policías andan cerca, algo bueno debe estar pasando. Lo que necesitas es vivir, tu trabajo debe estar vivo”. Lo decía sin la menor impostura a Steve Richmond, uno de sus mejores amigos. Los poemas, sus relatos cortos y las más de cincuenta novelas que publicó hasta los 73 años, cuando la infame muerte lo sorprendió, emergieron de un mundo que alucina en pensiones baratas y en bares insumergibles de Los Ángeles, Estados Unidos.
La primera vez que experimentó el mecanismo de poblar de palabras una hoja rayada tenía tan sólo 13 años. Sobre un cuaderno de escolar brotó el hábito que consumiría sus horas desesperadas de viejo loco postrero que siempre estaba solo, pero que, al mismo tiempo, necesitaba compañía cuando bebía. “Se sentía muy bien, me parecía muy fácil y agradable escribir, aún me sigue pareciendo muy fácil y agradable”, lo dijo a una reportera en el documental Born into this. El encanto crepuscular del escritor era, es y será tan infrecuente que de alguna extraña forma él adivinó que el reconocimiento si bien iba a hacerse esperar, llegaría macizo como un golpe de fortuna irrevocable.
“Los tipos con cámaras y toda la mierda llegaron muy tarde. Me dan ganas de romperlo todo y decirles que se lo metan por el culo. Los coños firmes de las rubias han llegado muy tarde. Han llegado muy tarde, pero soy muy fuerte, los dioses me dieron una coraza, y todavía son buenos conmigo”. Afirmaba que cuando escribía siempre era el héroe de sus historias, y no podría ser de otra manera pues sentía un desprecio por la autoridad y las normas. Era un vago y un tipo que se hacía el duro, pero guardaba un corazón latente que se hacía aguas ante la más mínima reincidencia de afecto.
Henry Charles Bukowski Jr. muy pronto sufragaría en las entrañas un personaje llamado Hank. “El licor es como una sinfonía, como una canción clásica o algo así. Lo bebes para subir al cielo cuando te duele algo o cuando estás bajo presión... Soy un boxeador”. Al igual que Ernest Hemingway, de quien se consideró cómplice insustituible, tenía muy claro que nadie sabe realmente que es escritor, “sólo se creen escritores”. Demasiado pronto encontró un bolígrafo y comenzó a escribir sin parar, logrando ser admitido en la carrera de periodismo de la Universidad de Vermont, en Los Ángeles. “No hice nada, sólo me tumbaba por ahí y dormitaba. No encontraba trabajo como periodista. Me decían: ‘termina una especialidad y ya veremos’. Es muy difícil entrar a trabajar a un periódico, pero creo que si hubieran confiado en mí, habría sido un buen periodista”.
Hacia 1941, cuando Estados Unidos entraba a la Segunda Guerra Mundial, Hank tenía 21 años. Es memorable su narración en la que cuenta que no fue admitido en el ejército por el psiquiatra que hacía las selecciones. Se asume que la negativa estaba determinada en la incompatibilidad de tener entre sus filas a un hombre que tuvieras claros tantos conceptos.
Porque su trabajo tenía estar vivo pasó gran parte de principios de los años 40 deambulando por los Estados Unidos. Necesitaba experiencias. Decía que quería estar lo más lejos posible de su padre. Pensiones baratas y sitios de alquiler se convirtieron en los espacios desde los que buscaba “la frase de oro”. Conseguía trabajos basuras. Sólo comía una barrita de caramelo al día, costaban un níquel. “Les daba sólo un mordisco y era maravilloso”. En paralelo, le escribía hasta a cuatro editoriales cada día y recibía siempre el rechazo aplastante de los editores a los que siempre consideró los cancerberos de la literatura. Decían que no era lo suficientemente bueno. Bukowski nunca se rindió. “Una voz interior me decía no lo abandones. Debes quedarte con una pequeña ascua porque luego podrás hacer un fuego completo con ella. Me decía: ‘no permitas que te maten’”.
Soportó humillaciones de pie hasta que, por fin, una de las revistas había aceptado un relato corto. Los escritores norteamericanos no eran tan reconocidos y las escasas revistas literarias preferían a los europeos, de manera que le costó mucho trabajo ser reconocido. A finales de los 40 regresó a Los Ángeles para quedarse. Tenía unos 25 años. Se enrolló con una mujer 10 años mayor que él, aunque parecía que andaba siempre solo. “El amor es como cuando te levantas una mañana y ves que hay niebla después de que haya salido el sol. Es como ese breve instante que hay hasta que se quema. El amor es una niebla que se quema al primer rayo de luz de la realidad”.
Era muy desaliñado. En el 52 tomó un trabajo como cartero en la Oficina de Correos, pero su andadura de holgazán lo seguía. “Tenía una cara tan ruda que te echaba para atrás. Odiaba las leyes y los reglamentos por eso el jefe le imponía las rutas más duras que podía”, contó uno de sus amigos de la época, Don Muto.
Bukowski empezó a gritar en sus poemas. Contaba como su infancia se asemejaba a una historia de terror y cómo desde los 6 hasta los 11 años su padre le daba palizas con una correa de barbero. “Cuando aguantas tanta mierda durante tanto tiempo tienes la tenacidad de dar a entender lo que quieres decir. Mi padre fue un gran maestro de literatura, me enseñó el significado del dolor sin razón”. Pero gritaba tan bien y sobre todo por las dos úlceras que había empollado en los años de trasnocho desmesurado y malos hábitos alimenticios. El dolor era insufrible. Durante aquella época produjo más poesía que cualquier otro escritor de su generación y esos textos los enviaba con persistencia a las editoriales hasta que llegó a ser llamado “El rey de la revistas pequeñas”.
A Bukowski le gustaba rodearse de personas que estaban un poco dañadas. “Hace tiempo solía pensar que era demasiado feo para las mujeres, pero me encontré con que las mujeres son muy fuertes. Si tienes algo bueno que ofrecerles, ya sabes, como tus sentimientos... las mujeres son tan fuertes que nos les importa si eres manco o si has perdido cinco dedos, o si te sangra la nariz...”. Bebía demasiado y le aterraba la idea a pasar un día sin escribir.
Más de quince años estuvo trabajando para el correo estadounidense, doce en la oficina postal y tres más como cartero. Aunque era un empleo despreciable, según él, tenía la ventaja de ser nocturno, condición por demás conveniente dado que no podía dormir por las noches. Escribía durante todo el día antes de irse a trabajar y así continuó hasta el 60, cuando el empresario John Martin, quien para entonces no sabía que iba a ser editor, encontró a los escritores de la generación Beat como Allen Ginsberg y Jack Kerouac. Cuando leyó a Bukowsky, dice Martin, todos pasaron a un segundo plano.
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Charles Bukowski "Bluebird"