Perseguidores
Jueves, 29 de marzo de 2012
Por Mario Goloboff (Escritor, docente universitario)
Casi todos sabemos hoy que la figura de Johnny Carter, el protagonista de aquel cuento memorable que se llamó “El perseguidor”, está tomada de lo que en vida fue el saxo alto Charlie Parker, uno de los grandes que rompieron con el swing, iniciaron el bebop y empezaron a “introducir en sus interpretaciones efectos armónicos y melódicos propios de la música clásica y moderna europeas” (Hugues Panassié). Sólo algunos saben o recuerdan que aquel nombre y aquel apellido inventados son una mezcla y cruce de otras dos estrellas anteriores del jazz, saxos extraordinarios también: Johnny Hodges y Benny Carter. Nadie conoce, sin embargo, qué buscaba, qué perseguía Julio Cortázar con tamaña empresa como fue la de escribir ese relato. Que haya elegido a un jazzista, dadas sus conocidas inquietudes, de las más precoces en los tempranos cuarenta en Buenos Aires, parece natural. “La música le gustaba mucho (cuenta su hermana menor, Memé). Ahí había un piano, y todos los días, desde chiquitos, desde que llegamos a Banfield, la orden era tantos minutos por reloj. Después él lo dejó, pero seguía tocando. Se sentaba al piano... Los negros de allá, de Norteamérica, le gustaban. Los tangos, esas cosas nuestras, no le gustaban. Al final se dio vuelta.”
Tampoco es un hecho nuevo que haya explayado en este cuento sus preocupaciones sobre la transmisión de una experiencia estética a otra, de un lenguaje significativo o simbólico a otro. Hay muchos textos en los que trata de describir la música o la pintura o de hacer ver con el lenguaje lo que no alcanza a verse en una fotografía, de sentir u oír una escultura o un fragmento de “I’m coming Virginia”. Sería, pues, revelador saber por qué la vida de este músico. Una vida por fuera o por arriba de lo real, que efectivamente fue en los bordes, en los límites, entre “el lado de acá” y “el lado de allá...”.
Se conocen dos buenas biografías de Parker: la de Robert Reisner, Bird. The Legend of Charlie Parker (1962), y la de Ross Russell, Bird Lives! (1973). Gracias a ellas y a otros documentos puede saberse que el cuento deforma poco su aventura vital, salvo lo que adecua, para que la anécdota funcione como leíble y admisible, verosímil. De aquellos antecedentes se puede recoger que Parker tuvo una infancia paupérrima, que su padre fue apuñalado por una prostituta, que siempre hubo deudas e hipotecas durante su crianza, que ésta fue muy corta y que a los 16 años se casó con una muchacha de 19 (Rebecca Ruffin). Casi inmediatamente tuvo su primer hijo (León) y su primer divorcio. En el ’43 se casó con Geraldine Scott y en el ’48 con Doris Sydnor, en Tijuana. Finalmente, en el ’50 comenzó a vivir con Chan Richardson, con quien tuvo dos hijos, Pree y Charles.
Desde su viejo primer saxo, hecho en París en 1898, “que no sonaba a nada”, compró, obtuvo en préstamo, perdió, rompió y empeñó unos cuantos más. Después de su muerte, mucha gente anduvo buscando “el alto” en el que habría tocado. “Parecía la búsqueda del Santo Grial” (Reisner). En la primavera del ’46, tiempos en que estaba grabando con Miles Davis, Dodo Marmarosa, Arv Garrison, Roy Porter, sus grandes legados: “Moose the mooche”, “A Night in Tunisia”, “Ornithology” (explotando el apodo de Parker), después de una pelea conyugal, inconvenientes profesionales y una ingestión suficiente de alcohol y droga, incendia la pieza del hotel Civic de Los Angeles y sale corriendo desnudo por los pasillos, ignorado por los bomberos pero advertido por los policías que, de un cachiporrazo, lo voltean y esposan. Al cabo de varios días, un juez sensible y permeable, Stanley Mosk, atendió a sus amigos y decidió sacarlo de la sala de psicóticos y depresivos peligrosos derivados por la cárcel y enviarlo confinado a Camarillo, institución modelo para el tratamiento y rehabilitación de casos extremos.
Sale rehecho, pero al poco tiempo recae en las llegadas tarde a las grabaciones, las faltas sin aviso, el presentarse tan borracho o tan drogado que no puede tocar, y hasta la falta de trabajo porque pocos querían hacerse cargo de él. De su primera visita a París en 1950, viniendo de una gira en Suecia, se recuerda que dejó famosamente colgado un concierto establecido por Charles Delaunay (editor en 1938 de la primera discografía mundial del jazz y director de la revista francesa Jazz Hot), volviéndose a Nueva York porque extrañaba. Melody Maker, de Londres, tituló en tapa: “La increíble historia de Charlie Parker en París”.
De su último pasaje, y de sus andanzas urbanas y musicales, registró Le Monde en 1953: “No hay nada que hacer. Ni el match Rocky Marciano-Joe Walcott, título mundial en juego, retransmitido por la tele, ganado (¡ay!) por Marciano. Ni Gillespie, que no paró de entrar y salir todo el tiempo de los camarines para estar al tanto (había apostado fuerte) /.../ Parker había olvidado su bello Selmer en mi bemol. A la tarde, en una boutique de la ciudad, le habían alquilado un Grafton de plástico blanco. De todas formas, esa noche él habría podido tocar en un secador de pelo”. Los resultados del agitado concierto (“una gracia animal /.../ una transmutación de tensiones, de miserias y de la locura en estado puro”): “Walcott cobró 250 mil dólares por su K.O. Marciano, 166 mil más menudencias por haberlo batido. Mingus, 150 dólares (contrabajo), Max (Roach), 150 (batería), Dizzy, 450 (trompeta), 200 dólares, menos la location del Grafton, para Parker, que había pedido 100 mil; 500 para el pianista (Bud Powell) quien no les vio ni el color”.
“La paráfrasis de Bird es más compleja (que la de Armstrong), a veces hasta misteriosa. El arte de Parker se parece al del ilusionista que hace desaparecer un objeto y, por momentos, con gran despliegue de pases, lo restituye con la rapidez de un relámpago” (Lucien Malson). Desbordado, arbitrario, tiránico; a veces, tierno y angelical, siempre inigualable, era adicto desde casi niño y había probado todo: nuez moscada, benzedrina, anfetaminas, heroína, morfina, marihuana y, en bebidas, el vino, el whisky, la ginebra. Por unos gramos de heroína llegó a firmar contratos más que leoninos. Empeñaba la ropa, el saxo (suyo o ajeno); en materia sexual, su promiscuidad era famosa y muy aprovechada. Terminó conociendo a la baronesa Rothschild, en cuyo lujoso piso de la Quinta Avenida (que habían convertido en punto de encuentro del jazz neoyorquino) falleció de un ataque masivo el 12 de marzo de 1955. Como ciertamente se encontraba sin documentos, el médico que hizo el certificado de defunción asentó entre 50 y 60 años de edad. Tenía, en verdad, 34. Su poeta preferido fue siempre Omar Khayyam, de cuyas Rubaiyat Bird solía recitar alguna estrofa de memoria: “Ven, llena la copa, y en el fuego de la primavera / arroja lejos tu ropa invernal del arrepentimiento; / el pájaro del tiempo tiene ahora poco espacio / para volar, y el ave vuela sobre el ala”.
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-190660-2012-03-29.html
Jueves, 29 de marzo de 2012
Por Mario Goloboff (Escritor, docente universitario)
Casi todos sabemos hoy que la figura de Johnny Carter, el protagonista de aquel cuento memorable que se llamó “El perseguidor”, está tomada de lo que en vida fue el saxo alto Charlie Parker, uno de los grandes que rompieron con el swing, iniciaron el bebop y empezaron a “introducir en sus interpretaciones efectos armónicos y melódicos propios de la música clásica y moderna europeas” (Hugues Panassié). Sólo algunos saben o recuerdan que aquel nombre y aquel apellido inventados son una mezcla y cruce de otras dos estrellas anteriores del jazz, saxos extraordinarios también: Johnny Hodges y Benny Carter. Nadie conoce, sin embargo, qué buscaba, qué perseguía Julio Cortázar con tamaña empresa como fue la de escribir ese relato. Que haya elegido a un jazzista, dadas sus conocidas inquietudes, de las más precoces en los tempranos cuarenta en Buenos Aires, parece natural. “La música le gustaba mucho (cuenta su hermana menor, Memé). Ahí había un piano, y todos los días, desde chiquitos, desde que llegamos a Banfield, la orden era tantos minutos por reloj. Después él lo dejó, pero seguía tocando. Se sentaba al piano... Los negros de allá, de Norteamérica, le gustaban. Los tangos, esas cosas nuestras, no le gustaban. Al final se dio vuelta.”
Tampoco es un hecho nuevo que haya explayado en este cuento sus preocupaciones sobre la transmisión de una experiencia estética a otra, de un lenguaje significativo o simbólico a otro. Hay muchos textos en los que trata de describir la música o la pintura o de hacer ver con el lenguaje lo que no alcanza a verse en una fotografía, de sentir u oír una escultura o un fragmento de “I’m coming Virginia”. Sería, pues, revelador saber por qué la vida de este músico. Una vida por fuera o por arriba de lo real, que efectivamente fue en los bordes, en los límites, entre “el lado de acá” y “el lado de allá...”.
Se conocen dos buenas biografías de Parker: la de Robert Reisner, Bird. The Legend of Charlie Parker (1962), y la de Ross Russell, Bird Lives! (1973). Gracias a ellas y a otros documentos puede saberse que el cuento deforma poco su aventura vital, salvo lo que adecua, para que la anécdota funcione como leíble y admisible, verosímil. De aquellos antecedentes se puede recoger que Parker tuvo una infancia paupérrima, que su padre fue apuñalado por una prostituta, que siempre hubo deudas e hipotecas durante su crianza, que ésta fue muy corta y que a los 16 años se casó con una muchacha de 19 (Rebecca Ruffin). Casi inmediatamente tuvo su primer hijo (León) y su primer divorcio. En el ’43 se casó con Geraldine Scott y en el ’48 con Doris Sydnor, en Tijuana. Finalmente, en el ’50 comenzó a vivir con Chan Richardson, con quien tuvo dos hijos, Pree y Charles.
Desde su viejo primer saxo, hecho en París en 1898, “que no sonaba a nada”, compró, obtuvo en préstamo, perdió, rompió y empeñó unos cuantos más. Después de su muerte, mucha gente anduvo buscando “el alto” en el que habría tocado. “Parecía la búsqueda del Santo Grial” (Reisner). En la primavera del ’46, tiempos en que estaba grabando con Miles Davis, Dodo Marmarosa, Arv Garrison, Roy Porter, sus grandes legados: “Moose the mooche”, “A Night in Tunisia”, “Ornithology” (explotando el apodo de Parker), después de una pelea conyugal, inconvenientes profesionales y una ingestión suficiente de alcohol y droga, incendia la pieza del hotel Civic de Los Angeles y sale corriendo desnudo por los pasillos, ignorado por los bomberos pero advertido por los policías que, de un cachiporrazo, lo voltean y esposan. Al cabo de varios días, un juez sensible y permeable, Stanley Mosk, atendió a sus amigos y decidió sacarlo de la sala de psicóticos y depresivos peligrosos derivados por la cárcel y enviarlo confinado a Camarillo, institución modelo para el tratamiento y rehabilitación de casos extremos.
Sale rehecho, pero al poco tiempo recae en las llegadas tarde a las grabaciones, las faltas sin aviso, el presentarse tan borracho o tan drogado que no puede tocar, y hasta la falta de trabajo porque pocos querían hacerse cargo de él. De su primera visita a París en 1950, viniendo de una gira en Suecia, se recuerda que dejó famosamente colgado un concierto establecido por Charles Delaunay (editor en 1938 de la primera discografía mundial del jazz y director de la revista francesa Jazz Hot), volviéndose a Nueva York porque extrañaba. Melody Maker, de Londres, tituló en tapa: “La increíble historia de Charlie Parker en París”.
De su último pasaje, y de sus andanzas urbanas y musicales, registró Le Monde en 1953: “No hay nada que hacer. Ni el match Rocky Marciano-Joe Walcott, título mundial en juego, retransmitido por la tele, ganado (¡ay!) por Marciano. Ni Gillespie, que no paró de entrar y salir todo el tiempo de los camarines para estar al tanto (había apostado fuerte) /.../ Parker había olvidado su bello Selmer en mi bemol. A la tarde, en una boutique de la ciudad, le habían alquilado un Grafton de plástico blanco. De todas formas, esa noche él habría podido tocar en un secador de pelo”. Los resultados del agitado concierto (“una gracia animal /.../ una transmutación de tensiones, de miserias y de la locura en estado puro”): “Walcott cobró 250 mil dólares por su K.O. Marciano, 166 mil más menudencias por haberlo batido. Mingus, 150 dólares (contrabajo), Max (Roach), 150 (batería), Dizzy, 450 (trompeta), 200 dólares, menos la location del Grafton, para Parker, que había pedido 100 mil; 500 para el pianista (Bud Powell) quien no les vio ni el color”.
“La paráfrasis de Bird es más compleja (que la de Armstrong), a veces hasta misteriosa. El arte de Parker se parece al del ilusionista que hace desaparecer un objeto y, por momentos, con gran despliegue de pases, lo restituye con la rapidez de un relámpago” (Lucien Malson). Desbordado, arbitrario, tiránico; a veces, tierno y angelical, siempre inigualable, era adicto desde casi niño y había probado todo: nuez moscada, benzedrina, anfetaminas, heroína, morfina, marihuana y, en bebidas, el vino, el whisky, la ginebra. Por unos gramos de heroína llegó a firmar contratos más que leoninos. Empeñaba la ropa, el saxo (suyo o ajeno); en materia sexual, su promiscuidad era famosa y muy aprovechada. Terminó conociendo a la baronesa Rothschild, en cuyo lujoso piso de la Quinta Avenida (que habían convertido en punto de encuentro del jazz neoyorquino) falleció de un ataque masivo el 12 de marzo de 1955. Como ciertamente se encontraba sin documentos, el médico que hizo el certificado de defunción asentó entre 50 y 60 años de edad. Tenía, en verdad, 34. Su poeta preferido fue siempre Omar Khayyam, de cuyas Rubaiyat Bird solía recitar alguna estrofa de memoria: “Ven, llena la copa, y en el fuego de la primavera / arroja lejos tu ropa invernal del arrepentimiento; / el pájaro del tiempo tiene ahora poco espacio / para volar, y el ave vuela sobre el ala”.
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-190660-2012-03-29.html
Bebop - Charlie Parker