Eduardo Germán María Hughes Galeano
(Montevideo, 3 de septiembre de 1940 - Montevideo, 13 de abril de 2015)
El fútbol.
La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí.
En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable.
A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez.
El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohíbe la osadía.
Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad.
El hincha.
Una vez por semana, el hincha huye de su casa y asiste al estadio.
Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven las serpientes y el papel picado;
la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exhibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles, batiéndose a duelo contra los demonios de turno.
Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son tramposos.
Rara vez el hincha dice: «hoy juega mi club». Más bien dice: «Hoy jugamos nosotros». Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música.
Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna, celebra su victoria; qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos, o llora su derrota; otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces el sol se va y el hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas después de la muerte del carnaval.
El lenguaje de los doctores del fútbol.
Vamos a sintetizar nuestro punto de vista, formulando una primera aproximación a la problemática táctica, técnica y física del cotejo que se ha disputado esta tarde en el campo del Unidos Venceremos Fútbol Club, sin caer en simplificaciones incompatibles con un tema que sin duda nos está exigiendo análisis más profundos y detallados y sin incurrir en ambigüedades que han sido, son y serán ajenas a nuestra prédica de toda una vida al servicio de la afición deportiva.
Nos resultaría cómodo eludir nuestra responsabilidad atribuyendo el revés del once locatario a la discreta performance de sus jugadores, pero la excesiva lentitud que indudablemente mostraron en la jornada de hoy a la hora de devolucionar cada esférico recepcionado no justifica de ninguna manera, entiéndase bien, señoras y señores, de ninguna manera, semejante descalificación generalizada y por lo tanto injusta. No, no y no. El conformismo no es nuestro estilo, como bien saben quienes nos han seguido a lo largo de nuestra trayectoria de tantos años, aquí en nuestro querido país y en los escenarios del deporte internacional e incluso mundial, donde hemos sido convocados a cumplir nuestra modesta función.
Así que vamos a decirlo con todas las letras, como es nuestra costumbre: el éxito no ha coronado la potencialidad orgánica del esquema de juego de este esforzado equipo porque lisa y llanamente sigue siendo incapaz de canalizar adecuadamente sus expectativas de una mayor proyección ofensiva hacia el ámbito de la valla ri-val.
Ya lo decíamos el Domingo próximo pasado y así lo afirmamos hoy, con la frente alta y sin pelos en la lengua, porque siempre hemos llamado al pan pan y al vino vino y continuaremos denunciando la verdad, aunque a muchos les duela, caiga quien caiga y cueste lo que cueste.
El gol.
El gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el gol es cada vez menos frecuente en la vida moderna.
Hace medio siglo, era raro que un partido terminara sin goles: 0 a 0, dos bocas abiertas, dos bostezos. Ahora, los once jugadores se pasan todo el partido colgados del travesaño, dedicados a evitar los goles y sin tiempo para hacerlos.
El entusiasmo que se desata cada vez que la bala blanca sacude la red puede parecer misterio o locura, pero hay que tener en cuenta que el milagro se da poco.
El gol, aunque sea un golecito, resulta siempre gooooooooooooooooooooooool en la garganta de los relatores de radio, un do de pecho capaz de dejar a Caruso mudo para siempre, y la multitud delira y el estadio se olvida de que es de cemento y se desprende de la tierra y se va al aire.
El Fútbol Criollo.
Fue un proceso imparable. Como el tango, el fútbol creció desde los suburbios... Lindo viaje había hecho el futbol: había sido organizado en los colegios y universidades inglesas, y en América del Sur alegraba la vida de gente que nunca había pisado una escuela.
En las canchas de Buenos Aires y de Montevideo, nacía un estilo. Una manera propia de jugar al fútbol iba abriéndose paso, mientras una manera propia de bailar se afirmaba en los patios milongueros. Los bailarines dibujaban filigranas, floreándose en una sola baldosa, y los futbolistas inventaban su lenguaje en el minúsculo espacio donde la pelota no era pateada sino retenida y poseída, como si los pies fueran manos trenzando el cuero. Y en los pies de los primeros virtuosos criollos, nació el toque: la pelota tocada como si fuera guitarra, fuente de música.
Simultáneamente, el fútbol se tropicalizaba en Río de Janeiro y San Pablo. Eran los pobres quienes lo enriquecían, mientras lo expropiaban. Este deporte extranjero se hacia brasileño a medida que dejaba de ser el privilegio de unos pocos jóvenes acomodados, que lo jugaban copiando, y era fecundado por la energía creadora del pueblo que lo descubría. Y así nacía el fútbol más hermoso del mundo, hecho de quiebres de cintura, ondulaciones de cuerpo y vuelos de piernas que venían de la capoeira, danza guerrera de los esclavos negros, y de los bailongos alegres de los arrabales de las grandes ciudades.
Eduardo Galeano - El fútbol a sol y sombra (1995)
Eduardo Galeano (1940-2015) La Cultura del Fútbol.
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