El rectángulo en la mano
Viernes 17 de febrero de 2012
Por Juan Forn
Sergio Larraín camina por las callecitas de la Ile-Saint-Louis en París, saca algunas fotos al voleo, vuelve a su taller a revelar, algo le llama la atención en una de esas imágenes circunstanciales: al ampliarla descubre al fondo, en segundo plano, una pareja cogiendo contra una pared. Cae de visita su amigo Julio Cortázar, Larraín le cuenta lo sucedido, Cortázar vuelve a su casa y escribe “Las babas del diablo”. Michelangelo Antonioni lee el cuento y decide convertirlo en Blow-up. En la película, no es un acto sexual furtivo lo que pesca el fotógrafo, sino un crimen, y no es en las callecitas de París, sino en el corazón del Londres psicodélico. La película es un exitazo. En las redacciones periodísticas europeas se codean cuando ven entrar a Larraín: “Ese es el chileno de la Magnum, el fotógrafo de Blow-up”. Los fotógrafos de la agencia Magnum (la legendaria cooperativa fundada por Robert Capa y Henri Cartier-Bresson) no eran coquetos fotógrafos de moda, como el de la película de Antonioni. Eran los que mostraban al mundo lo que era imprescindible ver: las guerras, la miseria, la otra cara de la noticia. Pero eran épocas de leyendas, y la historia de Larraín daba de sobra para la leyenda. Unos meses antes del estreno de la película de Antonioni, Magnum había mandado al chileno a hacer un reportaje sobre la mafia siciliana. Larraín volvió con una foto de Giuseppe Russo, il capo di tutti capi, durmiendo la siesta al fresco, que apareció en todas las revistas del mundo. Como en todas sus fotos, uno sentía que estaba ahí, al lado del fotografiado, sintiéndole la respiración. Eso tuvieron siempre las fotos de Larraín.
Nacido niño bien en Santiago, había desoído el mandato familiar (su padre era el arquitecto estrella de Chile), abandonó una carrera universitaria en Estados Unidos y se volvió a su tierra a sacar fotos, a principios de los años ’50. Una serie suya sobre los chicos de la calle que vivían en las alcantarillas del río Mapocho, en pleno centro de Santiago, llegó a manos del gran Edward Steichen cuando dirigía el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Steichen compró dos de su bolsillo, las donó al museo y le escribió a Larraín que por favor siguiera sacando fotos. Con ese cheque de Steichen, Larraín partió a Valparaíso, se pasó un año vagando por sus calles y el puerto e hizo un libro maravilloso, chiquitito, en el que casi todas las fotos son verticales, y cualquiera que haya subido al funicular de Valparaíso entenderá que no hay otra manera de ver esa ciudad: todo es vertical ahí, todo sube o baja por esas calles que caen al mar. Una imagen legendaria de esa serie es conocida en el mundo de la fotografía como “la foto mágica”: una nena sube por unas escaleras al sol, otra nena va bajando en segundo plano por las mismas escaleras, una viene hacia la cámara, la otra se aleja, nos da la espalda escaleras abajo, son asombrosamente iguales las dos, el mismo pelo, el mismo vestido, la misma actitud corporal, sólo que una parece la otra tres años después, como si por bajar escalones pasaran los años.
El British Council de Chile lo mandó becado con unos pesos a Inglaterra. Larraín se sumergió en el Londres blanco y negro de posguerra y salió con otro librito igual de austeramente impreso, pagado con los francos que le dio Cartier-Bresson por una de esas fotos (que tuvo colgada en una pared de su estudio hasta que murió). La foto es vertical, una toma de las escaleras mecánicas del metro de Londres vistas desde abajo: gente que se acerca por un carril, gente que se aleja hacia arriba por el otro, un oficinista en primer plano, borroso, como si estuviera por chocar contra nuestro hombro. Además de comprarle esa foto, Cartier-Bresson invitó al chileno a formar parte de Magnum. Ese es el Larraín que Cortázar conoce callejeando por París en los ’60. Hay dos partes bien nítidas de los ’60 y Larraín corresponde sin discusión a la primera, por afinidad digamos espiritual. En todas sus biografías dicen que a fines de los ’60 se volvió de Europa, asqueado del naciente star-system que empieza a haber en el fotoperiodismo. Yo creo que es fácil ponerle fecha de inicio a ese asco: cuando se estrenó Blow-up en 1966, aunque hay quienes dicen que fue un año más tarde, cuando volvió de Persia, de sacar fotos de la coronación de Farah Diba como emperatriz, y la Magnum no consiguió interesar a nadie en esas imágenes que mostraban la otra cara de la coronación en las calles de Teherán.
Lo cierto es que Larraín se volvió a Chile, sus envíos a la agencia se hicieron más espaciados y el interés de la agencia por él decayó igualmente. Una sola cosa le interesó de esa segunda mitad de los ’60: el misticismo y sus variantes. En esos años hace contacto con Jodorowsky y Claudio Naranjo, toma LSD, viaja por el desierto, empieza a meditar, conoce en Arica a un sincretista boliviano llamado Oscar Ichazo, que combina Gurdjieff, Jüng y Esalen en su ashram del norte de Chile. Desde allá rompe famosamente con Magnum. Cuando Cartier-Bresson le pide por carta que recapacite, Larraín le dice que ha dado su obra fotográfica por terminada, que se retira del mundo. Es el año ’71. Nunca más volvió de ese retiro. Pasó el gobierno de Allende y el golpe y la larga noche pinochetista y Larraín siguió viviendo en una casa junto a un río en las montañas del norte de Chile. Cada tanto alguien se acordaba de él y le ofrecía por carta hacerle una nota, organizarle una retrospectiva, recordarle al mundo que existía un fotógrafo llamado Larraín. El contestaba que había quemado todos sus negativos. El gran Josef Koudelka, que lo veneraba, se tomó el trabajo de rastrear en los archivos de Magnum y entre los fotógrafos europeos todo el material que pudo encontrar de él y, sin avisarle nada, le organizó una muestra hoy célebre. Larraín siguió rechazando notas y viajes y exposiciones, y la semana pasada, a los 81 años, se murió.
Se supo tarde, porque se lo creía muerto de mucho antes. Dicen que, además de dar clases de yoga, meditar y cuidar el río y las montañas, había seguido sacando fotos, pero abstractas, que revelaba él mismo en el cuarto de al lado del lugar donde meditaba todos los días, en su casa a la orilla de un río en las montañas del norte de Chile. En ese cuarto lo velaron sus compañeros de meditación, repitiendo un mantra: “El presente no es el camino. El presente es la meta”. En el entierro, en el cementerio del pueblo, no se podía sacar fotos, por expreso pedido de él. Una vez que un sobrino suyo le pidió consejos, Larraín le mandó una carta extraordinaria sobre lo que significaba la fotografía para él, que aparecerá en Radar el domingo, en la que decía: “Cuando paseo la mirada por ahí afuera, con el rectángulo en la mano (así llamaba a la cámara: el rectángulo en la mano), es en el interior de mí mismo que busco”. Así fue como se supo por fin de quién era la respiración que creíamos oír en sus fotos: era, bendito sea, la de él.
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-187760-2012-02-17.html
De cómo empezar a ser fotógrafo
Por Sergio Larraín (Carta escíta por el fotógrafo en 1982)
Lo primero de todo es tener una máquina que a uno le guste, la que más le guste a uno, porque se trata de estar contento con el cuerpo, con lo que uno tiene en las manos. El instrumento es clave para el que hace un oficio, y que sea el mínimo, lo indispensable y nada más. Segundo, tener una ampliadora a su gusto, la más rica y simple posible (en 35mm. la más chica que fabrica Leitz es la mejor, te dura para toda la vida).
El juego es partir a la aventura, como un velero, soltar velas. Ir a Valparaíso, o a Chiloé, por las calles todo el día, vagar y vagar por partes desconocidas, y sentarse cuando uno está cansado bajo un árbol, comprar un plátano o unos panes y así tomar un tren, ir a una parte que a uno le tinque y mirar, dibujar también y mirar. Salirse del mundo conocido, entrar en lo que nunca has visto, dejarse llevar por el gusto, mucho ir de una parte a otra, por donde te vaya tincando. De a poco vas encontrando cosas y te van viniendo imágenes, como apariciones las tomas.
Luego que has vuelto a la casa, revelas, copias y empiezas a mirar lo que has pescado –todos los peces– y los pones con su scotch al muro, los copias en hojitas tamaño postal y los miras. Después empiezas a jugar con las L, a buscar cortes, a encuadrar, y vas aprendiendo composición, geometría. Van encuadrando perfecto con las L y amplias lo que has encuadrado y lo dejas en la pared. Así vas mirando, para ir viendo. Cuando se te hace seguro que una foto es mala, al canasto al tiro. La mejor las subes un poco más alto en la pared, al final guardas las buenas y nada más (guardar lo mediocre te estanca en lo mediocre). En el tope nada más lo que se guarda, todo lo demás se bota, porque uno carga en la psiquis todo lo que retiene.
Luego haces gimnasia, te entretienes en otras cosas y no te preocupas más. Empiezas a mirar el trabajo de otros fotógrafos y a buscar lo bueno en todo lo que encuentres: libros, revistas, etc. Y sacas lo mejor y, si puedes recortar, sacas lo bueno y lo vas pegando en la pared al lado de lo tuyo y si no puedes recortar, abres el libro o las revistas en las páginas de las cosas buenas y lo dejas abierto en exposición. Luego lo dejas semanas, meses, mientras te dé. Uno se demora mucho en ver, pero poco a poco se te va entregando el secreto y vas viendo lo que es bueno y la profundidad de cada cosa.
Sigues viviendo tranquilo, dibujas un poco, sales a pasear y nunca fuerzas la salida a tomar fotos, porque se pierde la poesía, la vida que ello tiene se enferma: es como forzar el amor o la amistad, no se puede. Cuando te vuelva a nacer, puedes partir en otro viaje, otro vagabundeo: a Puerto Aguirre, puedes bajar el Baker a caballo hasta los ventisqueros desde Aysén; Valparaíso siempre es una maravilla: es perderse en la magia, perderse unos días dándose vueltas por los cerros y calles y durmiendo en saco de dormir en algún lado en la noche. Y muy metido en la realidad, como nadando bajo el agua, donde nada te distrae, nada convencional. Te dejas llevar por las alpargatas lentito, como si estuvieras curado por el gusto de mirar, canturreando. Y lo que vaya apareciendo lo vas fotografiando ya con más cuidado, algo has aprendido a componer y recortar, ya lo haces con la máquina, y así se sigue, se llena de peces la carreta y vuelves a casa. Aprendes foco, diafragma, primer plano, saturación, velocidad, etc. aprendes a jugar con la máquina y sus posibilidades, y vas juntando poesía (lo tuyo y lo de otros), toma todo lo bueno que encuentres, todo lo bueno de otros. Hazte una colección de cosas óptimas, un museíto en una carpeta.
Sigue lo que es tu gusto y nada más. No le creas más que a tu gusto, tú eres la vida y la vida es la que se escoge. Lo que no te guste a ti, no lo veas, no sirve. Tú eres el único criterio, pero ve de todos los demás. Vas aprendiendo, cuando tengas una foto realmente buena, las amplias, haces una pequeña exposición o un librito, lo mandas a empastar y con eso vas estableciendo un piso. Al mostrarla te ubicas de lo que son, según lo veas frente a los demás, ahí lo sientes. Hacer una exposición es dar algo, como dar de comer, es bueno para los demás que se les muestre algo hecho con trabajo y gusto. No es lucirse uno, hace bien, es sano para todos y a ti te hace bien porque te va chequeando.
Bueno, con esto tienes para comenzar. Es mucho vagabundeo, estar sentado debajo de un árbol en cualquier parte. Es un andar solo por el universo. Uno nuevamente empieza a mirar, el mundo convencional te pone un biombo, hay que salir de él durante el período de la fotografía.
Carta del gran fotógrafo chileno Sergio Larraín a su sobrino Sebastian Donoso luego que este le manifestara su deseo de ser fotógrafo