sábado, 29 de noviembre de 2014

Roberto Gómez Bolaños / El Mexicano Más Amado




Día de luto en la vecindad del barril

A los 85 años, murió Roberto Gómez Bolaños, "Chespirito". De sus inicios en la publicidad a la consagración en la radio y la pantalla chica, el cómico mexicano se las arregló para inventarse a sí mismo y a una galería de personajes que le granjearon una inquebrantable popularidad en todo el continente.


Sábado, 29 de Noviembre de 2014
Por Emanuel Respighi

La información –fría, terrenal– dice que el mexicano Roberto Gómez Bolaños murió ayer, en su tierra natal, a los 85 años. La realidad televisiva de aquí y de allá, como los recuerdos en algún lugar de la memoria de varias generaciones, se empeñarán en resistir a la idea: El Chavo, El Chapulín Colorado o el Doctor Chapatín, por citar algunas de sus más populares creaciones, seguirán compartiendo la cotidianidad de muchos. En la figura de Gómez Bolaños, enorme artísticamente, de envase chico físicamente, es donde más evidente se vuelve la idea de que los personajes populares que marcan a fuego la infancia del gran público no tienen fecha de vencimiento. Guionista, humorista, actor y productor, el mexicano inmortalizó en El chavo del ocho no sólo al programa latinoamericano más popular –y repetido– de la historia, sino a un tipo de humor inofensivo, triste y melancólico que el paso del tiempo no pudo hacerle perder su vigencia en este lado del mundo.

Si la trascendencia de un artista se mide no sólo por el valor de su obra, sino también por la vigencia y la incorporación de sus creaciones al lenguaje popular y cotidiano, no sería exagerado ubicar a Gómez Bolaños como uno de los hombres más influyentes de la cultura popular latinoamericana del siglo pasado. “Fue sin querer queriendo”, “Eso, eso, eso” (acompañada del reconocible gesto con los deditos), “No contaban con mi astucia”, “Lo sospeché desde un principio”, “Se aprovechan de mi nobleza” y “Dígame Licenciado”, entre tantas otras frases, ya forman parte del acervo cultural de los más variados países, donde los personajes son tan reconocibles como sus expresiones incorporadas al uso cotidiano. El chavo del ocho, sin duda su más exitosa creación junto a El Chapulín Colorado, lleva 40 años ininterrumpidos al aire en buena parte de los más de 90 países de todo el mundo en los que esa entrañable vecindad de clase trabajadora se ganó el corazón de los televidentes.

Hijo del pintor e ilustrador Francisco Gómez Linares y de Elsa Bolaños Cacho, Roberto fue el segundo hijo de tres hermanos. La temprana muerte de su padre, cuando él tenía 6 años, marcó a fuego una infancia plagada de miedos, que lo llevó a desarrollar una personalidad temerosa. Esas necesidades padecidas al cuidado en soledad de su madre, confesó alguna vez, las trasladó luego a sus más talentosas creaciones. En cierta forma, el “miedo” funcionó en él como un inmejorable motor creativo. “El valor no consiste en carecer de miedo, sino en superar el miedo”, señaló una vez. “El Chapulín Colorado –ejemplificó su creador– lo hacía siendo consciente de ser pequeño, tonto, débil, torpe, con todas esas deficiencias, pero sobre todo el miedo, que lo demostraba a cada rato, pero se enfrentaba al problema. Eso es un héroe.”

Como tantísimos otros humoristas, Gómez Bolaños comenzó su carrera como creativo publicitario. Pese a haber estudiado ingeniería, fue en una agencia publicitaria donde descubrió la infinidad de historias y chistes que podía crear sentado frente a una máquina de escribir. “Nunca había tocado una máquina, y me fascinó: escribir era lo que quería hacer”, recordó en una entrevista. Su primer éxito, entonces, fue como guionista de radio de Viruta y Capulina, dos personajes de la emisora W, que de tener un segmento de 15 minutos terminó posicionándose como un programa propio de media hora que llegó a ser el más escuchado en México a finales de la década del cincuenta. En efecto, su debut como actor –en una participación fugaz– se dio en Dos criados malcriados, la película de Viruta y Capulina que él mismo guionó.

La década del sesenta lo iba a encontrar como uno de los guionistas principales de la televisión y el cine mexicanos. Programas como Cómicos y canciones y El estudio de Pedro Vargas se convirtieron en los de mayor audiencia gracias a su autoría. Fue en ese entonces cuando el cineasta Agustín Delgado, al ver que grandes historias surgían de ese físico tan diminuto, le dijo “Shakespirito”, por considerarlo un Shakespeare pequeño. Años más tarde el mismo Bolaños castellanizó aquel apodo como “Chespirito”, a través del cual iba a ser reconocido para siempre.

La popularidad, sin embargo, le iba a llegar cuando además de escribir decidió hacer las veces de actor en Los supergenios de la mesa cuadrada, el programa que creó cuando Televisión Independiente de México le “regaló” ese espacio para que hiciera lo que quisiese. El éxito fue tal que hacia 1970 el programa extendió su horario y cambió su título por el de Chespirito. Aquel ciclo fue la cuna de donde surgieron personajes como Chaparrón Bonaparte, el Chómpiras y Doctor Chapatín. Más o menos simpáticos, ninguno de ellos alcanzó la popularidad de El Chapulín Colorado y El Chavo, personajes que a la larga se iban a dividir el horario en media hora para cada uno. Así, a lo largo de 8 años y 290 episodios, El show del Chavo se convirtió en un icono del humor “blanco”, que atravesó fronteras a fuerza de esa vecindad disfuncional en la que El Chavo sobrevivía en un barril, La Chilindrina lloraba como una histérica, Don Ramón se las rebuscaba para no pagarle la renta al Señor Barriga, Quico desplegaba sus insoportables caprichos, Doña Florinda se hacía escuchar a bofetazos limpios y La Bruja del 71 atemorizaba a los más pequeños e intentaba enamorar a “Rondamón”.

Hace poco, en uno de los tantos homenajes que recibió, Gómez Bolaños se refirió al final de sus días. “Yo, que iba tan tranquilo acercándome al final de mi vida terrenal –dijo– de pronto dudo y vacilo. ¿Es verdad que no hay asilo para el alma, que morir es dejar de existir? Es decir, ¿que la existencia no tiene la trascendencia que me dejaron intuir? No, eso no, por favor. Yo con mi libre albedrío me atrevo a decir, Dios mío, que debe haber un error. Y perdóname, Señor, si con eso te incomodo, sin embargo, de algún modo te lo tengo que decir, no me vayas a salir con que aquí se acaba todo...”. En cada zapping, aquí y allá, las caracajadas que sus criaturas les arrancan a niños, adolescentes y adultos se encargan de darle una respuesta a quien supo vencer sus propios miedos.




Gracias, Chavo!


jueves, 27 de noviembre de 2014

Julio Sosa / Medio Siglo Sin El Varón del Tango




El adiós al Varón del Tango


Cincuenta años de la muerte de Julio Sosa. Su multitudinario funeral demostró hasta qué punto había calado hondo en el gusto popular: su voz resuena al día de hoy.


Miércoles, 26 de noviembre de 2014

Por Cristian Vitale


Las imágenes en sepia impactan. Parece, en menor escala, el día que murió Eva Perón. Llueve. Miles de personas se guarecen: paraguas, camperas, sobretodos, techos de comercios. Todos quieren estar esa tarde gris del 26 de noviembre de 1964, para despedir a un ídolo. A Julio Sosa. Al Varón del Tango. A ese que, frente al aluvión pop –blandito aún– de la época, levantó una trinchera y resistió, de guapo nomás. Tanta fue la devolución popular que nadie sabía dónde velarlo. Se intentó en Gallo al 700, pero el desborde de la multitud lo impidió. Después, en el salón La Argentina, donde el cantor había jugado varias veces de local, pero el efecto fue el mismo. Tuvo que ser en el Luna Park. Tuvo que ser bajo esa amplitud de espacio (25 mil personas) que de todas formas quedó chico, igual que las casi setenta cuadras que separan al templo del boxeo del cementerio de la Chacarita. Las crónicas narran el caos que siguió a los restos. Hablan de incidentes con la policía, forcejeos, represión y gente lastimada. De casi ocho horas de cortejo amuchadas, desesperadas, azoradas. El varón, que sí era uruguayo (nació el 2 de febrero de 1926 en Las Piedras, Canelones), se había estrellado con su automóvil en Figueroa Alcorta y Castilla intentando esquivar un camión, y nada pudieron hacer por él. Ni en el Hospital Fernández, donde llegó primero. Ni en el Sanatorio Anchorena, donde fue trasladado después. Conmoción cerebral, cuatro costillas hundidas y un pulmón izquierdo dañado: demasiado para los médicos.

Hace cincuenta años se apagaba esa voz y nacía el mito. No era un momento feliz para el tango. En noviembre de 1964, en el plano internacional, Beatles y Stones marcaban la cancha. Bob Dylan le mostraba el futuro a Occidente y Chuck Berry hacía sacudir al mundo. A escala argentina, aun con la tríada Manal-Almendra-Los Gatos –incluso Los Beatniks de Moris– en pañales, ese paradigma bajaba como una mueca absurda, y se malversaba radicalmente en las nuevas olas de Violeta Rivas, Palito Ortega o Juan Ramón, que ni siquiera llegaban a status de mala copia. En ese contexto, que también incluía –por la positiva– el boom del folklore, Julio Sosa metía miles de personas en sus exequias. Recibía la devolución merecida por haberse plantado firme en la arista que el tango parecía perder cada día: su popularidad.

Había nacido en la pobreza (padre analfabeto, madre trabajadora doméstica), había ayudado a mercachifles, cortado boletos en colectivos, lavado trenes y vendido bizcochos para poder sobrevivir. Y tal comienzo de vida se lleva siempre en la sangre. Se contagia al otro. Se exuda por la piel, por el alma, por algo que va más allá del entendimiento, y que los intelectuales suelen captar poco: el don de las gentes de abajo, que las gentes de abajo perciben sin pasar por la razón. Eso tenía Julio Sosa. Y eso le salía natural cada vez que se plantaba frente a la plebe para cantar tangos. No importaba si cuando era aún un cantor ignoto y, como tal, grabó sus primeros simples en Uruguay (“Una y mil noches” y “San Domingo”) para el sello Sondor. O cuando cruzó el río y se mandó a los cafés de Buenos Aires, trocando su voz por chirolas. O cuando se le dio la primera buena y el tándem Francini-Pontier lo llevó a cantar en una de las últimas orquestas exitosas de la época, por muchas chirolas más.

No importaba el contexto ni la ocasión. La voz de Julio María Sosa Venturini expresaba en sus formas, en su registro a veces grave, a veces sufrido, razones sociales que el corazón entendía. Que no era esa rebeldía explícita o inteligente, de afluente yupanquiano, sino que era un sentido no necesariamente dicho, corporal, sobrio pero gestual, sobreentendido, cinético. Allí están como prueba sus versiones de “Cambalache”, “Al mundo le falta un tornillo”, “Azabache”, “Rencor”, “En esta tarde gris”, “Nada”, “Cuesta abajo”, “Confesión”, “La cumparsita”, “Uno” y “Barrio pobre”, entre muchos otras. Allí está su paso por la creación poética mediante Dos horas antes del alba, libro que expresa vivencias, angustias, sueños y vacíos personales a través de 24 poemas.

También su atrevimiento compositivo a través del tema “Seis años”. Sus incursiones en el cine (Buenas noches, Buenos Aires, de su amigo Hugo del Carril), en las radios nac & pop de entonces (El Mundo, Belgrano y Splendid); por la TV, como figura central de los programas Copetín de tango, Casino o Luces de Buenos Aires. Y su intrepidez cuando en los albores de los ’60 se fue de la orquesta de Pontier, donde había cantado durante cinco años, para jugársela como solista, y se sirvió del bandoneón de Leopoldo Federico con el fin –tal vez– de doblegar el fervor de las superfluas pero masivas nuevas olas. Para grabar 62 temas e instalarse definitivamente en el vapuleado imaginario tanguero del período.

El último tango que cantó (“La gayola”) probó que la realidad pocas veces es casual: “Estoy contento de que la dicha a vos te sobre / voy al campo a laburarla / juntaré unos cuantos cobres / pa’ que no me falten flores / cuando este dentro del cajón”. Se había estrellado tres veces con el vehículo de su otra pasión (los autos) y la última, la de su DKW Fissore alemán, fue la vencida. Demasiada velocidad para la lentitud urbana de entonces... Julio Sosa, el Varón del Tango, dejó un disco inconcluso para la CBS con sólo dos temas grabados (“Milonga del 900” y “Siga el corso”) y una impronta de cantor amado por el pueblo que, por genuino y creíble, aún perdura.


http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/3-34081-2014-11-26.html



Julio Sosa & Orquesta Típica Leopoldo Federico - ¡Qué me van a hablar de amor!