domingo, 8 de abril de 2018

Cecil Taylor / Quemen Los Pianos!




Cecil Taylor de César Aira

Amanecer en Manhattan. Con las primeras luces, muy inciertas, cruza las últimas calles una prostituta negra que vuelve a su cuarto después de una noche de trabajo. Despeinada, ojerosa, el frío de la hora transfigura su borrachera en una estúpida lucidez, un ajado apartamiento del mundo. No ha salido de su barrio habitual, por lo que no le queda mucho camino que recorrer. El paso es lento; podría estar retrocediendo; cualquier distracción podría disolver el tiempo en el espacio. Aunque en realidad desea dormir, en este punto ni siquiera lo recuerda. Hay muy poca gente afuera; los pocos que salen a esa hora (o los que no tienen de dónde salir) la conocen y por lo tanto no miran sus zapatos altísimos, violeta, su falda estrecha con su largo tajo, ni los ojos que de cualquier modo no mirarían otros, vidriosos o blandos. Se trata de una calle angosta, un número cualquiera de calle, con casas viejas. Después vienen dos cuadras de construcciones algo más modernas, pero en peores condiciones; comercios, vagos condominios de los que se desploma una escalera de incendios, una cornisa sucia. Pasando una esquina está el edificio donde duerme hasta la tarde, en una habitación alquilada que comparte con dos niños, sus hermanos. Pero antes, sucede algo: se ha formado un grupo de trasnochados; una media docena de hombres reunidos en la mitad de este callejón miran una vidriera. Siente curiosidad por estas turbias estatuas. Nada se mueve en ellos, ni siquiera el humo de un cigarrillo. A ella no le quedan cigarrillos. Avanza mirándolos, y como si fueran el punto que necesitaba para enganchar el hilo del cual sostenerse, su paso se vuelve algo más liviano, más suspendido. Cuando llega, los hombres tampoco la miran. Necesita unos instantes para comprender de qué se trata. Están frente a un negocio abandonado. Detrás de la vidriera sucia hay una penumbra, y en ellas cajas polvorientas y escombros. Pero además hay un gato, y frente a él, de espaldas al vidrio, una rata. Ambos animales se miran sin moverse, la caza ha llegado a su fin, y la víctima no tiene escape. El gato tensa con sublime parsimonia todos sus nervios. Los espectadores se han vuelto seres de piedra, ya no estatuas: planetas, el frío mismo del universo... La prostituta golpea la vidriera con la cartera, el gato se distrae una fracción de segundo y eso le basta a la rata para escaparse. Los hombres despiertan de la contemplación, miran con disgusto a la negra cómplice, un borracho la escupe, dos la siguen... antes de que termine de desvanecerse la oscuridad tiene lugar algún hecho de violencia. 

Después de un cuento viene otro. Vértigo. Vértigos retrospectivos. Se necesitaría un término cualquiera de la serie para que el siguiente la hiciera interminable. El vértigo produce angustia. La angustia paraliza... y nos evita el peligro que justificaría el vértigo; acercarse al borde, por ejemplo, a la falla profunda que separa un término de otro. La parálisis es el arte en el artista, que ve sucederse los acontecimientos. La noche se termina, el día hace lo mismo: hay algo embarazoso en el trabajo en curso. Los crepúsculos opuestos caen como fichas en una ranura de hielo. Ojos que se cierran definitivamente, siempre y en todo lugar. Paz. Con todo, existe, y más perceptible de lo que podríamos desear, un movimiento descontrolado, que produce angustia en los otros y provee el modelo de la angustia imposible propia. También se lo llama arte. El arte es una multiplicación: estilos, bibliotecas, metáforas, querellas, el cuadro y su crítico, la novela y su época... Hay que aceptarlo como la existencia de los insectos. Hay restos por todas partes. Pero la vida, ya se sabe, «es una sola». De lo que resulta que la biografía de un artista es imposible; hay modos de probar que lo es: esos modos se confunden en la posibilidad de la biografía, con lo que vuelve a nacer la literatura, y la situación insoportable se instala en el pensamiento, el operador se inquieta y ya no ve la sucesión de escrúpulos sino una proliferación de modelos difíciles de aplicar. La biografía como género literario deriva de la hagiografía; pero los santos lo son, lo fueron, justamente por renunciar a los beneficios biográficos, recogen apenas los restos desechables. Por otro lado, las hagiografías nunca están solas, siempre forman parte de una especie de colección. La biografía tendería a lo contrario, aunque el resultado sea exactamente el mismo. ¿Quién se jactaría de saber lo que es un resto, y de poder diferenciarlo de lo contrario? Nadie que escriba, por lo menos. 

Tomemos las biografías de artistas. Vienen inmejorablemente al caso. Los niños leen las vidas de los músicos célebres, que siempre fueron niños músicos; luego, se trata de una success story, el relato de un triunfo, con su estrategia espectacular o secreta, sus venganzas, su transparencia de lágrimas de dinosaurio. Son mecanismos sutiles, dentro de su esencial idiotez, que no permanecen mucho en la memoria (salvo algún detalle) pero no por eso la deforman menos: le injertan grandes toboganes irisados, conformando un panorama tan pintoresco que la víctima se cree un Proust, lo que de por sí es un bonito falso triunfo en la vida. Imposible no desconfiar de esos libros, sobre todo si han sido el alimento primordial de nuestras puerilidades pasadas y por venir. «Antes» estaba el éxito futuro, «después» estaban sus recompensas deliciosas, tanto más deliciosas por haber sido objeto de puntualísimas profecías. Los malos augurios tienen el nacarado de una perfección; los buenos, levantan el mundo en las manos y se lo ofrecen a los astros. La Reina de la Noche, en una palabra, canta de día. 

Examinemos un caso más cercano. El de un gran músico de nuestro tiempo, cualquiera de ellos (son tantos). Cecil Taylor. Bien podría decirse de él que es el músico más grande del siglo.

Engendrado en cuerpo y alma en una música de tipo popular, el jazz, desde el principio su vigor en la renovación lo hizo universal, quizás el único genio que pudo ir más allá de Debussy: el que pudo consumar la música como torsión sexual de la materia, el atomista fluido de todos los sentidos y sinsentidos que constituyen el juego del pensamiento en el mundo. Y no dejó de ser el mejor representante de la ciudad del jazz; de hecho él es Nueva York, la sobreimpresión del perfil de los grandes edificios en la imagen del pianista concentrado, con la música como enlace. ¿Qué otra cosa es el realismo? Una época en la que cierta gente ha vivido. El jazz, una brisa eterna. La ciudad miniaturizada, en un diamante. Es Egipto, pero también una pequeña tribu que acecha. Nuestra civilización antropológica produce (o podría producir, con un arte adecuado de la narración) historias en las que, digamos, dos negros desnudos se hacen la guerra en una selva, se persiguen con los signos más sutiles, el azar, la movilidad pura. Y el jazz. Una acción de sueños: situaciones. Todo es situaciones, éxtasis novelesco (ya no de conceptos). Según la leyenda, Cecil realizó la primera grabación atonal del jazz, en 1956, dos semanas antes de que independientemente lo hiciera Sun Ra. (¿O fue al revés?) No se conocían entre sí, ni conocían a Ornette Coleman, que trabajaba en lo mismo al otro lado del país. Por supuesto, la historia registra los momentos sin darles un valor per se, ya que todos ellos (y Eric Dolphy, Albert Ayler, Coltrane, quién sabe cuántos más) demostraron su genio de modo fehaciente en el transcurso de las décadas que siguieron. 

De todos modos, la Historia tiene su importancia, porque nos permite interrumpir el tiempo. En realidad, lo que se interrumpe con el procedimiento son las series; más precisamente, la serie infinita; cualidad esta última que anula toda importancia que pudiera tener la interrupción. La vuelve frívola, redundante, liviana, como una tosecita en un funeral. En este punto se produce la segunda ruptura, y lo que era nada más que pensamiento gira de pronto mostrando una cara imprevista: la Necesidad se alza, patente, soberana, imprescriptible -y a la vez microscópica, voluble, estúpida, neutra. La interrupción es necesaria, pero es la necesidad de un momento. De lo necesario ampliado nace la «atmósfera», ella sí esencial en el peso específico de una historia. Nunca se encarecerá lo bastante la importancia de la atmósfera en literatura. Es la idea que nos permite trabajar con fuerzas libres, sin funciones, con movimientos en un espacio que al fin deja de ser éste o aquél, un espacio que logra deshacer las entidades del escritor y lo escrito, el gran túnel múltiple a pleno sol... Pues bien, la atmósfera es la condición tridimensional del regionalismo, y el medio de la música. La música no interrumpe el tiempo. Todo lo contrario. 

1956. Empecemos de nuevo. Para ese entonces Cecil Taylor, un genial músico negro de poco más de treinta años, prodigioso pianista y sutil estudioso de la avant-garde musical del siglo, había consolidado su estilo, es decir su invención. Excepto un par de jazzmen cercanos a su trabajo, nadie podía hacerse la menor idea de lo que estaba realizando. ¿Cómo se la habrían hecho? Su originalidad estaba en la transmutación del piano, que de instrumento pasó a ser en sus manos un método composicional libre, instantáneo. Los llamados «racimos tonales» con los que se desarrollaba su escritura momentánea ya habían sido utilizados anteriormente por un músico, Henry Cowell, aunque Cecil llevó el procedimiento a un punto en el que, por sus complicaciones armónicas, y sobre todo por la sistematización de la corriente sonora atonal en flujos tonales, no podía compararse con nada existente. Supongamos que vivía (es el tipo de datos de que nos proveen las biografías) en un ruinoso departamento del East End de Manhattan. Ratones, de los que aman los norteamericanos, una cantidad indefinida y constante de cucarachas, la embotada promiscuidad de una vieja casa con escaleras estrechas, son el panorama original. La atmósfera. Lo innecesario. En su cuarto había un piano que no siempre podía hacer afinar por falta de los catorce dólares necesarios, y era un mueble ya casi póstumo. Dormía allí por la mañana y parte de la tarde, y salía al anochecer. Trabajaba de lavacopas en un bar. Ya había grabado un disco (In transition) y esperaba algunos trabajos temporarios en bares con piano. 

Por supuesto, sabía que era preciso descartar la idea de un reconocimiento súbito, y hasta de un triunfo gradual, a la manera de círculos concéntricos; no era tan ingenuo. Pero sí esperaba, y tenía todo el derecho a hacerlo, que tarde o temprano su talento llegaría a ser celebrado. (Aquí hay una verdad y un error: es cierto que hoy se lo aprecia en todo el mundo, y quienes hemos escuchado sus discos durante años con amor y una admiración sin límites seríamos los últimos en ponerlo en duda; pero también hay un error, un error de tipo lógico, y esta historia intentará mostrar, sin énfasis, la propiedad del error. Claro que nada confirma la necesidad de esta historia, que no es más que un capricho literario. Sucede que una vez imaginada, se vuelve en cierto modo necesaria. La historia de la prostituta que espantó a la rata no es necesaria tampoco, lo que no quiere decir que la gran serie virtual de las historias sea innecesaria en su conjunto; y sin embargo lo es. La de Cecil Taylor es una vieja fábula: le conviene el modo de la aplicación. La atmósfera no es necesaria... ¿Pero cómo oír la música fuera de una atmósfera?) 

El bar con piano en cuestión resultó ser un local al que acudían músicos y drogadictos. El artista se predispuso a una acogida fluctuante entre la indiferencia y el interés; descartaba el escándalo, en ese ambiente. Se predispuso a que la indiferencia fuera el plano, y el interés el punto: el plano podía cubrir el mundo como un toldo de papel, el interés era puntual y real como un «buenos días» entre peces. Se preparaba para la incongruencia inherente a las grandes geometrías. El azar de la concurrencia podía proveerlo de un atisbo de atención: nadie sabe lo que crece de noche (él tocaría después de las doce, al día siguiente en realidad), y lo que uno hace nunca pasa totalmente inadvertido. Pero esta vez pasó. Para su gran sorpresa, la oportunidad se reveló precisamente «nunca». Escarnio invisible licuado en risitas inaudibles. Así transcurrió la velada, y el patrón canceló la segunda presentación para la próxima noche, aunque no la había pagado. Por supuesto, Cecil no discutió con él su música. No vio la utilidad. Se limitó a volver con los ratones. 

Dos meses más tarde, su distraída rutina de trabajo (ya no era lavacopas sino empleado en una estación de servicio) fue realzada una vez más por un contrato verbal para actuar en un bar, una sola noche esta vez, y a mitad de la semana. El bar se parecía al anterior, aunque quizá fuera algo peor, y la concurrencia no difería; incluso era posible que algunos de los que habían estado presentes aquella noche se repitieran aquí. Eso llegó a pensar, el muy iluso. Su música sonó en los oídos de una decena y media de músicos, drogadictos y alcohólicos, quizá hasta en las bellas orejitas negras, con su pimpollo de oro, de una mujer vestida de raso: una mantenida, por la heroína. No hubo aplausos, alguien se rió pesadamente (de otra cosa, con toda seguridad) y el dueño del bar no se molestó siquiera en decirle buenas noches, ¿Por qué iba a hacerlo? Hay momentos así, en que la música queda sin comentarios. Se prometió, sin motivo, venir en otra oportunidad al bar (alguna vez lo había frecuentado, como oyente) para imaginarse a sus anchas la posición del ser humano ante la música: el pianista consumado, la sucesión de viejas melodías, lentas y espaciadas. No lo hizo nunca, por creer que no valía la pena. Se consideraba una persona desprovista de imaginación. Transcurrida una semana, la representación de este fracaso se fundió con la del anterior, y eso le produjo una cierta extrañeza. ¿Se trataría de una repetición? No había motivos para creerlo, y sin embargo la realidad se mostraba así de simple. 

Un día se encontró en la calle con un ex condiscípulo de la Advanced School of Music de Boston, un neoclasicista. Cecil se mofaba en secreto de Stravinsky "todos los negros desprecian a los rusos, eso es un hecho". Un par de frases, y el otro quedó vagamente impresionado por el tono sibilino de la voz de su conocido, el susurro, el gorro de lana. (Si en lugar de ser una nulidad, el ex condiscípulo hubiera llegado a algo, habría anotado el hecho en su autobiografía, muchísimos años después.). 

Tres meses más tarde, una conversación de madrugada en una mesa de Village Vanguard resultó en un ofrecimiento para presentarse allí una noche, como complemento a un grupo renombrado. Abandonó su empleo en la estación de servicio y trabajó diez horas diarias en su piano (se había mudado a un cuarto en una vieja casa de proxenetas en Bleeker Street) durante la semana que lo separaba de su presentación. Al V.V. asistía la flor y nata del mundillo del jazz. Estaba persuadido de que en ese momento se formaría el primer círculo, así fuera pequeño como un punto, del que se irradiaría la comprensión de su actividad musical, y en consecuencia esta actividad misma. 

Llegó la noche en cuestión, entró a la tarima donde estaba el piano cuando se lo pidieron, y atacó... 
No hubo más que unos aplausos condescendientes: «al menos sudó». Esto lo desconcertaba. En la parte posterior del escenario había algunos músicos que desviaron la mirada con una sonrisita de monos. Fue a sentarse a la mesa donde estaban sus conocidos, que hablaban de otra cosa. Uno le tomó el codo e inclinándose hacia él sacudió lentamente la cabeza hacia la derecha y la izquierda. Con una gran carcajada, alguien prorrumpió en un «Después de todo, ya terminó». El crítico de jazz más prominente de la época estaba sentado unas mesas más allá. El que había sacudido la cabeza fue a conversar con él y regresó con este mensaje: 

-Sinhué -así lo llamaban al crítico entre ellos- hizo un silogismo claro como un cielo sin nubes: el jazz es una forma de música, por tanto es una parte de la música. Como lo hace nuestro buen Cecil no es música, tampoco puede aspirar a la categoría de jazz. Según él, según lo que entiendo yo, que soy un autodidacta, no se puede avanzar hacia el jazz sino desde el embudo de lo general, es decir no habría particularidades que puedan relacionarse por analogía con el jazz. 

No intentó ninguna refutación. Evidentemente ese imbécil no sabía nada de música, lo que no podía sorprenderlo. El, por su parte, no entendía una palabra de sus razones, o mejor dicho de la convicción que apoyaba sus razones. Esperó alelado que alguno de los músicos que vio por ahí le hiciera saber algo. Pero no fue así. De hecho, no podía estar seguro de que hubiera ningún músico de los que creía haber visto, porque era muy miope y usaba unos anteojos oscuros que con la escasa luz del salón obnubilaban todo reconocimiento. Pero, cuando volvió a pensar en la situación en los días subsiguientes, comprendió que de nadie debía esperar menos reconocimiento explícito que de sus colegas. ¿Se vería obligado a escuchar infinitamente la música ajena hasta reconocer una nota, un pequeño solfeo amistoso, un «Hi» como los que se cruzaban cuando volvían del baño después de una dosis? No había hecho otra cosa en su vida, y amaba el jazz. 

Pasaron varias semanas. Trabajó haciendo la limpieza en un banco, de sereno en un edificio de oficinas y en un estacionamiento. Una noche le presentaron a alguien que tomó su dirección por el más fútil de los motivos: la señora Vanderbilt contrataba pianistas para sus tés. Efectivamente, fue llamado a los pocos días: al parecer sus credenciales de estudio habían sido investigadas y aprobadas. Fue a las seis de la tarde a la mansión de Long Island y tomó una taza de café con los criados, que al parecer se hacían una idea extraña de su trabajo. Un valet vino a anunciarle que podía empezar su interpretación. Se ubicó frente a un perfecto Steinway entreabierto, en una sala donde una elegante cantidad de personas de ambos sexos bebían y conversaban. Su actuación duró escasos veinte segundos pues la señora Vanderbilt en persona, en un rasgo que los entendidos calificaron de esnob, se acercó (lo esnob del asunto estuvo en que no mandó al valet a hacerlo) y con toda lentitud cerró la tapa del piano sobre las teclas. Cecil ya había apartado las manos. 

-Prescindiremos de su compañía -le dijo haciendo tintinear las perlas. No es tan difícil como se cree, hacer tintinear perlas. 

Los invitados aplaudieron a Gloria. 

-Debí suponer que pasaría algo así -le decía Cecil a su amante esa noche. Pero también debí suponer que la extrañeza misma, en lugar de atravesar la coraza de ignorancia de esa gente, sirviera como una vaselina para que la impenetrabilidad de la coraza girara sobre sí misma y se volviera inútil. Mi música tiene muchos aspectos, y yo sólo conozco los musicales. La vida está llena de sorpresas. 

En la primavera tuvo un nuevo contrato, esta vez por una semana entera, en un bar cuyas características más visibles eran las ráfagas de importancia nula que se le confería a la música que sonaba en él. Viejas negras, ex esclavas, debían de tocar allí de madrugada, sus pianos apolillados. El dueño estaba ocupado exclusivamente por el tráfico de heroína, y era algún mozo el que apalabraba a los pianistas. Cecil tocaría a la medianoche, durante dos horas. La gente entraba y salía, no podía confiarse en que nadie, entre una compra y una venta, o entre la adquisición y el uso, tuviera el ánimo lo bastante despejado como para apreciar una forma genuinamente novedosa de música. Con esa composición de lugar se sentó al piano. 

Habrían transcurrido dos o tres minutos de su ejecución cuando se le acercó por atrás el dueño del bar, agitando la mano en la que no sostenía el cigarrillo. 

-Shh, shh -le dijo cuando estuvo a su lado-. Preferiría que no siguieras, hijo. 

Cecil retiró las manos del teclado. Algunos parroquianos aplaudieron riéndose. Subió una señora negra que comenzó a tocar Body & Soul. El dueño le tendió un billete de diez dólares al demudado músico, pero cuando éste lo iba a tomar retiró la mano:

- ¿No habrás querido tomarnos el pelo? 

Era un individuo peligroso. Pesaría noventa kilos, es decir cincuenta más que Cecil, que se marchó sin esperar más reprimendas. 

Cecil era una especie de duende, elegante pese a su miseria, siempre en terciopelo y cueros blancos, zapatos en punta como correspondía a su cuerpecito pequeño, musculoso. Podía llegar a perder dos kilos en una tarde de improvisaciones en su viejo piano. Extraordinariamente distraído, liviano, volátil, cuando se sentaba y cruzaba las piernas (pantalones anchos, camisa inmaculada, chaleco tejido) era redundante como un bibelot; lo mismo cuando encendía un cigarrillo, o sea casi todo el tiempo. El humo era el bosque en el que este duende tenía su morada, a la sombra de una telaraña húmeda. 

Esa noche caminó por las profundas calles del sur de la isla, pensando. Había algo curioso: la actitud del difuso irlandés que vendía heroína no difería gran cosa de la que había mostrado poco antes la señora Vanderbilt. Pero ambos personajes no se parecían en nada. Salvo en esto. ¿Pasaría por ahí, por el acto de interrumpirlo, el común denominador de la especie humana? Por otra parte, en las últimas palabras del sujeto encontraba algo más, algo que ahora reconstruía en el recuerdo de todas sus desdichadas presentaciones. Siempre le preguntaban si lo hacía en broma o no. Claro que la señora Vanderbilt, por ejemplo, no se había rebajado a preguntárselo, pero en general había supuesto la existencia de la pregunta; más aún, diríase que su indignación no se había debido más que a la insolencia de hacerle necesario ponerse en actitud de proferir, explícita o tácitamente, tal pregunta a un negro. Ella había dicho «No lo sé, ni me importa». Pero en cierto modo había mostrado que le importaba. Cecil se preguntó por qué era posible preguntarle eso a él, y la misma pregunta no era pertinente respecto de lo demás. Por ejemplo él jamás le habría preguntado a la señora V. si hacía lo que hacía (fuera esto lo que fuera) en serio o en broma. Lo mismo al dueño del bar de esta noche. Había algo inherente a su trabajo que provocaba la interrogación. 

La señora Vanderbilt, por otro lado, participaba de una famosa anécdota, que citaban casi todos los libros de psicología escritos en los últimos años. En cierta ocasión había querido amenizar una cena con música de violín. Preguntó quién era el mejor violinista del mundo: ¿qué menos podía pagar, ella? Fritz Kreisler, le dijeron. Lo llamó por teléfono. No doy conciertos privados, dijo él: mis honorarios son demasiado altos. Eso no es problema, respondió la señora: ¿cuánto? Diez mil dólares. De acuerdo, lo espero esta noche. Pero hay un detalle más, señor Kreisler: usted cenará en la cocina con la servidumbre, y no deberá alternar con mis invitados. En ese caso, dijo él, mis honorarios son otros. Ningún problema; ¿cuánto? Dos mil dólares, respondió el violinista. 

Los conductistas amaban ese cuento, y lo seguirían amando toda su vida, contándoselo incansablemente entre ellos y transcribiéndolo en sus libros y artículos... Pero la anécdota de él, de Cecil, ¿la amaría alguien, la contaría alguien? ¿No tenían que triunfar también las anécdotas, para que las repitiera alguien?

Ese verano fue invitado, junto con una legión de músicos, a participar en el festival de Newport, que dedicaría un par de jornadas, por la tarde, a presentar artistas nuevos. Cecil reflexionó: su música, esencialmente novedosa, resultaría un desafío en ese marco. Por primera vez se haría oír en un concierto, no en el desagradable ambiente distraído de los bares (aunque todos los grandes músicos de jazz habían triunfado en los bares). Pues bien, llegado el momento, su presentación tuvo lugar en un clima de la mayor frialdad. No hubo aplausos, y los pocos críticos presentes se retiraron al pasillo a fumar un cigarrillo a la espera del número siguiente. En unas pocas crónicas se lo mencionó, pero sólo como una extravagancia. «No es música», decían, lacónicos, los entendidos. Mientras que los demás se preguntaban si habría sido una broma. El cronista de Down Beat proponía la cuestión (bajo luz irónica, claro está) como una paradoja: si golpeamos al azar el teclado de un piano... En resumen, una reedición de la paradoja llamada «del cretense». La música, pensaba Cecil, no es paradojal, pero lo que me sucede a mí en cierta forma es una paradoja. Pero no hay paradojas del estilo, no puede haberlas. Eso es lo paradojal en mi caso.

En el curso de los meses que siguieron se presentó en una media docena de bares, siempre distintos ya que el resultado era idéntico en todos los casos, y hubo dos invitaciones: primero a una Universidad, después a un ciclo de artistas de vanguardia en la Copper Union. En el primer caso Cecil fue con la esperanza fluctuante que resultó desperdiciada (la sala se vació a los pocos minutos de iniciada la actuación y el profesor que lo había invitado debió hacer un difícil malabarismo para justificarse, y lo odió desde entonces), pero al menos sirvió para que comprobara otro pequeño detalle. Un público selecto es un público esnob. El esnobismo es un secreto a voces que se calla. El público universitario no tenía motivos para «entender» la música; no digamos «apreciarla», porque eso no les concernía. Pero a su vez actuaba una presión (ellos mismos eran esa presión) para que sí la entendieran. La mentira encontraba su difícil atmósfera ideal, el malentendido podía quedarse a vivir para siempre en esas aulas. Un pequeño porcentaje de mentira, por pequeño que fuera, podía apuntalar la verdad indiscutible de lo real. ¿Quién nos asegura, al fin de cuentas, que realmente estamos vestidos en el sentido que importa, que los pantalones y las camisas y las corbatas no son obscenos? Pues bien, su actuación no produjo nada de eso. ¿Entonces el esnobismo no existía? Si era así, todo el edificio mental accesorio de Cecil se venía abajo. Ya no podría entender nunca al mundo. 

En la Cooper Union la experiencia resultó menos gratificante todavía. Los músicos vanguardistas que presentaban sus obras junto a él estaban en la posición ideal de determinar qué era música y qué no, ya que ellos mismos se encontraban precisamente en el borde interno de la música, en su área de ampliación sistemática. Pero tampoco aquí la posición ideal dio lugar al juicio correcto. De la obra del jazzman negro sólo pudieron decir dos cosas: que por el momento no era música(es decir, que no lo sería nunca) y que se les ocurriría casualmente la pregunta de si no estarían ante una especie de broma.

Cecil abandonó uno de sus empleos habituales y con algo de dinero ahorrado pasó los meses de invierno estudiando y componiendo. En la primavera surgió un contrato por unos días, en un bar de Brooklin, donde se repitió lo de siempre, lo de aquella primera noche. Cuando volvía a su casa en el tren, el movimiento, el paso de las estaciones inmóviles produjo en él un estado propicio al pensamiento. Entonces advirtió que la lógica de todo el asunto era perfectamente clara, y se preguntó por qué no lo había visto antes: en efecto, en todas las historias con que Hollywood le había lavado el cerebro siempre hay un músico al que al principio no aprecian y al final sí. Ahí estaba el error: en el paso del fracaso al triunfo, como si fueran el punto A y el punto B que une una línea. En realidad el fracaso es infinito, porque es infinitamente divisible, cosa que no sucede con el éxito. 

Supongamos, se decía Cecil en el vagón vacío a las tres de la mañana, que para llegar a ser reconocido deba actuar ante un público cuyo coeficiente de sensibilidad e inteligencia haya superado un umbral de X. Pues bien, si comienzo actuando, digamos, ante un público cuyo coeficiente sea de una centésima parte de X, después tendré que «pasar» por un público cuyo coeficiente sea de una quincuagésima parte de X, después por uno de una vigésima quinta parte de X... y así ad infinitum. 

«De modo que mientras continúe la serie, siempre fracasaré, porque nunca tendré el público de la calidad mínima necesaria. ¡Es tan obvio!»

Seis meses después fue contratado para tocar en un tugurio al que asistían turistas franceses. 

Se presentó poco antes de la medianoche. Sentado en el taburete, estiró las manos hacia las teclas, atacó con una serie de acordes... Unas risotadas sonaron sin énfasis. El mâitre le hacía señas de que bajara, con gesto alegre. ¿Habrían decidido ya que era una broma? No, estaban razonablemente disgustados. Subió de inmediato, para tapar el mal momento, un pianista negro de unos cuarenta años. A Cecil nadie le dirigió la palabra, pero de todas maneras esperó que le pagaran una parte de lo prometido (siempre lo hacían) y se quedó mirando y escuchando al pianista. Reconocía el estilo, algo de Monk, algo de Bud Powell. Lo emocionaba la música. Un pianista convencional, pensó, siempre estaba tratando con la música en su forma más general. Efectivamente, le dieron veinte dólares, con la condición de que nunca volviera a pedirles trabajo. 



Cecil Taylor - Indent (1973) 

Fin. (MAN)



Ultima reflexión.

El texto de Aira sobre Cecil Taylor, es brillante. 

Antes de terminar este blog, necesito reconocer que dicho texto contiene en su magnificencia un fragmento que siempre me ha perturbado y nunca deja de hacerlo, incluso admito que la primera vez que lo leí, me ofusqué. 

El fragmento al que me refiero, me interpela, me lleva al rincón de la duda; siguiendo el hilo conductor del extraordinario relato, entiendo que el malestar que me provoca en definitiva, responde a cierta limitación en mi capacidad de perspectiva y entendimiento, aunque dude en coincidir, haya sido con Taylor o sea con Aira.

El fragmento al que me refiero se encuentra sobre el final del escrito, y es mientras Taylor se dispone a escuchar a ese pianista de unos 40 años, reconociendo en él un estilo convencional  haciendo mención a Monk y a Powell; y si bien el fragmento - sea que fuese pensamiento de Taylor o de Aira- esta sostenido magistralmente por el resto del relato, me parece una desconsideración innecesaria dejar entrever como convencionales, justamente a dos pianistas que no lo han sido de ningún modo.

O en definitiva, es probable que Aira en su escrito, además de ofrecer cátedra, me de a beber un trago de mi propia medicina, pues en cada oportunidad que he tenido, me vi cuestionando irónicamente a varios de los más reluciente popes del jazz; sin tener en cuenta y a sabiendas lo importantes que han sido estos “intocables” en la formación de quienes realmente considero los mejores. Después de todo, Aira rinde honor a varios de esos mejores como Ayler, Dolphy, Coleman o Coltrane. 

El texto es admirable y lo suficientemente profundo como para mover de un sacudón mis más sólidas estructuras y eso no difiere demasiado de los efectos que durante años ha tenido en mi, la música de Taylor. 

Así que amigos sepan algo, esto puede ocurrirle a cualquiera; a un genio literario como Aira o a un simple y desvergonzado aficionado como yo. 

MAN

PDGracias... a todos y cada uno. Ahora si… fin.


viernes, 6 de abril de 2018

Cecil Taylor / La Más Irreparable Pérdida



Muere El Pianista Cecil Taylor: Indomable Leyenda del Jazz.

El músico, pionero de la improvisación libre, fallece en Nueva York a los 89 años

Iker Seisdedos

Madrid 6 Abril 2018 - 18:02

Pocos músicos como Cecil Taylor podían presumir de haber llevado el lenguaje del jazz tan lejos, tanto como hasta rozar la última frontera. Pianista extraordinario, bailarín impetuoso, poeta abstracto e intelectual sarcástico, murió ayer en su ciudad, Nueva York, a los 89 años. Con su marcha, la improvisación libre dice adiós a una de sus leyendas, a uno de los últimos supervivientes de los tiempos heroicos en los que un puñado de intérpretes derribaron las estructuras y ya nunca más volvieron su vista al campo quemado de las convenciones rítmicas y melódicas.

Nacido en Nueva York en 1929, Taylor se disputa en los libros de historia con aventureros como Lennie Tristano, Ornette Coleman y Sun Ra la introducción de la atonalidad y la paternidad de aquello que tuvo que bautizarse en los sesenta como free jazz (o new thing), a falta de un calificativo mejor. El debut del pianista, grabado para el sello de nombre profético Transition, llegó en 1956 en Boston, ciudad a la que se había mudado a principios de esa década. Titulado muy apropiadamente Jazz Advance, se escuchó entonces como el temprano grito de una aguerrida vanguardia. Hoy, a diferencia de mucha de su producción posterior, no apta para espíritus débiles, suena con el aroma de los clásicos.

El músico ya era por aquel entonces un hombre de opiniones fuertes, “Carecía de tiempo y de paciencia para los eufemismos”, recordaba el crítico Nat Hentoff en el texto que acompañó un directo grabado en 1962 en el histórico club de jazz Montmartre, de Copenhague. El resultado de aquella estancia nórdica con los músicos Jimmy Lyons, saxo alto, y el bajista Buell Neidlinger, apareció bajo el título de inspiración egipcia, estética muy querida por aquella generación de jazzmen, Nefertiti, The Beautiful One Has Come. El álbum se considera uno de los hitos de la historia del género.

Tanto Lyons como Neidlinger, fallecido hace tan solo unas semanas, fueron miembros de las diversas encarnaciones de la banda en perpetuo cambio del pianista, la Cecil Taylor Unit. El músico compaginó esas asociaciones con su trabajo en solitario, que le permitía poner en práctica sin intermediarios su original y polirrítmica manera de interpretar que a menudo fue descrita con la imagen de "racimos tonales". Las experiencias de sus años infantiles y juveniles de conservatorio y del estudio de los grandes compositores europeos se mezclaban en su arte con la asimilación heterodoxa de las primeras tradiciones del jazz y la influencia afrocéntrica de su pensamiento. El resultado siempre obedecía a la convicción de que no existen las notas incorrectas al piano.

En los años sesenta, ya de vuelta en Nueva York, tuvo que ganarse la vida con empleos en lugares tan alejados de los escenarios como cocinas o tintorerías, al tiempo que ejercía desde su loft en una depauperada zona de la ciudad de referente de una escena en la que brilló la supernova de John Coltrane hasta su muerte en 1967. De esos tiempos proceden clásicos de su discografía, como Conquistador! o Unit Structures, para sellos como Blue Note o Candid. En la década siguiente, su obra encontró a menudo mayor eco entre las audiencias europeas y japonesas que entre las estadounidenses. 

Con la irrupción de una nueva escena de músicos vanguardistas neoyorquinos, Taylor disfrutó de un remozado estatus de leyenda indomable. "Bien podría decirse de él que es el músico más grande del siglo", escribió de él el autor argentino César Aira en un cuento extraordinario que tituló sencillamente Cecil Taylor. Algunos de sus admiradores del ámbito del rock alternativo, como Kim Gordon, de Sonic Youth, o las bandas Deerhoof, Superchunk o Yo La Tengo, lamentaron en la madrugada del viernes su muerte a las pocas horas de conocerse la noticia.


Sus conciertos eran experiencias difíciles de asimilar. Aparecía con uno de sus atuendos característicos, tan refinados como extravagantes, recitaba poesía, danzaba en torno al piano, lo golpeaba, lo acariciaba y lo empleaba como un instrumento de percusión, ese conjunto de “88 tambores afinados”, según la afortunada definición de la historiadora del free jazz Val Wilmer. Más que tocar el piano, extraía sonidos de él.

El recital que ofreció, por ejemplo, para celebrar su 80 cumpleaños en el Merkin Hall, de Nueva York, se asemejó a un trance que si bien se sintió como un suspiro, dejó a los asistentes exhaustos, como tras una noche de estudio en vela. El escritor Antonio Muñoz Molina escribió en las páginas de este diario de otra de sus apariciones en público: "Una certeza nos sobrecoge de pronto: lo que estamos escuchando no se parece a nada y será irrepetible".

Su producción discográfica disminuyó considerablemente en años recientes, tiempo en el que sufrió una desagradable estafa; un representante, condenado por los tribunales, desvió los 500.000 dólares de un premio concedido en Japón. Una de sus últimas apariciones fue con motivo de una exposición celebrada en su honor en 2016 en el museo Whitney de Nueva York. Open Plan reunió en la quinta planta del recién estrenado edificio de Renzo Piano a colaboradores, músicos, poetas, dramaturgos o cineastas para celebrar el genio del pianista en un montaje en el que sus discos sonaban en puntos de escucha desperdigados por el espacio, y en el que sus teorías, en las que realmente cualquier pensamiento podía seguir al anterior, se desplegaban en las pantallas que reproducían varios documentales sobre su figura.


https://elpais.com/cultura/2018/04/06/actualidad/1523006133_515017.html


Cecil Taylor Piano at Ornette Coleman Memorial 2015

"Considero la muerte de Mr. Taylor, como la mas irreparable y dolorosa desde el lamentable fallecimiento de Mr. Ornette Coleman. (QEPD)" MAN

jueves, 22 de marzo de 2018

René Houseman / El Adversario Admirado



Murió René Houseman, Campeón Mundial de Argentina 78 e ídolo de Huracán.

22 de marzo de 2018  • 12:28

A los 64 años murió el ex futbolista René Orlando Houseman. Jugaba de delantero, mayormente de puntero por la derecha, y es considerado uno de los mejores wings de la historia del fútbol argentino.
Idolo de Huracán y Campeón del Mundo en Argentina '78 bajo la dirección de César Luis Menotti, El Loco, que luchaba contra el cáncer desde octubre pasado, era un fanático del Club Excursionistas, donde se retiró en 1985. De hecho, la entidad había anunciado: "Nuestro querido René atraviesa un difícil momento de salud".

Houseman se había iniciado en el fútbol en 1971, en Defensores de Belgrano. Y con apenas 20 años se erigió como figura del Huracán de Menotti, un equipo que quedó en la historia no solo por el título del Metropolitano de 1973, sino también por la pulcritud de su juego y el buen tratamiento de pelota.

El Loco alcanzó la gloria a nivel internacional en el Mundial de Argentina '78, en aquel equipo capitaneado por Daniel Passarella. En total, en la selección jugó 55 partidos y convirtió 13 goles. Además pasó por River (1981), Colo Colo de Chile (1982), AmaZulu de Sudáfrica (1983), Independiente (1984) y Excursionistas, donde se retiró en 1985. Pero en El Globo mostró su mejor versión doméstica y participó en 277 partidos con 109 goles; fueron tres períodos en Parque de Los Patricios: 1973-1980, 1981 y 1983.

Con el deceso de Houseman son tres los Campeones del Mundo fallecidos, entre los que se consagraron en los mundiales de Argentina '78 y México '86: José Luis Cucciufo, que formó parte de la gesta en el estadio Azteca, y Rubén Galván, recientemente desaparecido y que celebró en la cita de nuestro país.
Su lucimiento le valió la convocatoria para el Mundial de Alemania 1974, donde jugó 6 partidos.


https://www.lanacion.com.ar/2119243-murio-rene-houseman-campeon-del-mundo-en-el-mundial-de-argentina-78-e-idolo-de-huracan


Houseman - Homenaje de TyC Sports




miércoles, 28 de febrero de 2018

Roberto Monstruo / Profundas y Oscuras Noches De Punta Alta




Infierno Grande

Roberto Monstruo acaba de editar Las Voces.

25 de febrero de 2018
Por Juan Manuel Strassburger

Como abrir las catacumbas a plena luz del sol. Y dejarlas así, quebrantadas, hasta que llegue la noche con sus fantasmas. “Verán rodar mi cabeza junto a otras”, canta cansino y gruñón; arrastrando las vocales y acentuando las consonantes guturales como quien sabe que perderá la batalla e igual no se inmuta: “Ahora se mofan de mí: separado de mi cuerpo. Ahora brindan por mí: no soy esclavo de los vivos muertos”. Cuando Roberto Monstruo compuso “Guillotina”, el tema que abre Las voces –su mejor disco a la fecha, el que lo volvió un rumor creciente con su tranco rutero y postpunk–, no había pasado mucho tiempo desde que una parejita adolescente lo había asaltado por la espalda para robarle la mochila y clavarle tres puntazos que lo dejaron sangrando en la noche gélida de Bahía Blanca. “No soy de hablar de los significados de las canciones porque me gusta que cada uno haga su propia interpretación. Pero es cierto que con ‘Guillotina’ un poco saqué afuera esos fantasmas”, reconoce quien entonces y con seis tendones cortados en su mano derecha perdió su trabajo de playero en una estación de servicio –no hubo indemnización ni cobertura médica ni tampoco el sindicato se hizo cargo– pero no sus ganas de seguir tocando. Al menos bajo el techo de su pieza.

“Me tiraba en la cama con la guitarra encima y aprovechando que la mano lastimada no era la que formaba los acordes sino la otra, la que agarraba la púa, y que justo el índice y el pulgar los tenía sanos, me pasé esos meses haciendo temas”. El resultado –publicado antes de Las voces– fue Nueve, un disco acústico y de registro cavernoso –como de Mark Lanegan confinado a talar árboles en la zona y a cantar a la luz de las velas en una cabaña– que contribuyó a acrecentar su fama under con temas como “Dieciséis”, escrita desde la óptica de un adolescente, y líneas como “perdido en el planeta, te preocupa que no te guste nada” y “no soy sabio, tengo dieciséis, la guitarra es mi mejor amigo”. Retratos de cómo era tener esa edad y crecer en Punta Alta, localidad surgida alrededor de una Base Militar a pocos kilómetros de Bahía Blanca. “Una ciudad muy particular”, señala Roberto. “Porque por un lado está la Base y gran parte de la población está relacionada con eso. Pero por el otro es un lindo lugar y, además de tenerle cariño por haberme criado ahí, cuenta con toda una escena rockera como respuesta a ese contexto que le da mucha identidad”.

Al terminar entonces el secundario y con la posibilidad vedada de tener un futuro venturoso (“O elegís entrar a la base y recibir los préstamos que automáticamente te resuelven la vida; o rechazás todo eso y te metés en un call-center, cosa que hice, pero años más tarde”) emigró al principio a Ushuaia para vivir con su hermana mayor y trabajar dos años de maletero en un hotel (“Ahí bajé varios cambios, tuve que adaptarme sí o sí a que no pasara nada”); y luego a Buenos Aires, donde afianzó una relación musical con su amigo de toda la vida Fabián Tripi, hoy líder de los también destacados Medalla Milagrosa, con quien sacó una serie de discos compartidos que por primera vez llevaron la firma de Roberto Monstruo. “Siempre me entendí al instante con Fabián. Aún hoy nos pasa que podemos intercambiar canciones y que nos queden bien”, sostiene. “El tema es que apenas me instalaba en su departamento de Almagro dedicaba poco tiempo a buscar trabajo y más trabajo a buscar cerveza. Y entonces, bueno, al tiempo me tenía que volver”, puntualiza con una sonrisa sobre sus invariables retornos –con cada vez menos resistencia de su parte– a Punta Alta y Bahía Blanca, las ciudades de las que parece no poder alejarse por mucho tiempo.

“Era de la época del Pure Volume y del Myspace. Grababa mis primeros temas con ese microfonito blanco de las computadoras y los compartía a mis amigos por Messenger. Y todos me remarcaban que estaban muy buenos, lo cual me animaba a seguir”, relata el cantante y guitarrista que hasta ese momento no había tocado nunca sus canciones en vivo ni sabía cómo sonarían con acompañamiento eléctrico, aunque ya andaba con ganas de enterarse. “Un día me tocan el timbre en casa y aparecen dos pibes que no conocía, Leandro e Iván. Me cuentan que habían averiguado me dirección porque escucharon mis temas y que querían ser mi banda. Así, de una”. Nace entonces Roberto Monstruo y Los Chicos Momia, su primer trío post-punk, la banda con la que empezó a tocar por la zona, sacó sus primeros discos oficiales y –tras varios cambios de formación hasta quedar como “Roberto Monstruo” a secas– empezó a madurar un estilo a media marcha que se le reconoce hoy y torna adictivo si se le presta oportunidad.

En Las voces hay rocanroles oscuros, como de Iggy Pop cruzando la provincia de punta a punta en un Torino destartalado, y también baladas de corte grunge; un arremolinarse en la propia densidad que no se disipa y hasta en días soleados pide más. “Hay historias que invento. Y otra que no: que me contaron o que escuché y transformo un poco. También sueños que me inspiran”, dice Roberto sobre las génesis de sus letras que pese a alimentarse en cierta imaginería de horror (las portadas de Misfits; ciertas lecturas desordenadas de Lovecraft o Stephen King; esas escenas de terror en pueblo chico) no escatima en algunos momentos de humor negro y sarcasmos autoinflingidos. Extractos de una vida que se lleva con lo que se tiene o se puede. “Uno a veces se pone a pensar qué está haciendo y por qué. Y el año pasado, por unos cambios obligados que me tocó vivir con la banda, ese pensamiento se acrecentó: ¿por qué sigo tocando? ¿para qué? ‘Capaz si dejo esto y hago otra cosa, me engancho con esa otra cosa’. Pero no. No me imagino dejando la música. No podría”.

Con siete presencias de diez en el Festival Lado B que todos los años se hace en Bahía Blanca (importante para saber de qué va el rock independiente hoy), Roberto Monstruo se fue convirtiendo sin pretenderlo en un referente de la zona, el mascarón de proa de una escena que también incluye bandas como Mariscal de Campo, Todos Son Culpables y Los Galgos, entre otras; y que lo tiene a este hijo descarriado y noble, talento puro sin contaminar, como ejemplo vivo de cómo es caer a tocar en Capital sin demasiada manija previa y que el público termine haciendo mosh. O coreando a viva voz sus canciones. Real. “Siento que encontré algo. Y con esa voy”, dice al respecto Roberto, más atento a mantener el rumbo, la vista puesta al frente, que a tomar nota de cualquier repercusión. Allá va.

https://www.pagina12.com.ar/97559-infierno-grande


Roberto Monstruo - Guillotina - Las Voces (2016) 


jueves, 18 de enero de 2018

James Baldwin / 'I Am Not Your Negro'




El profeta James Baldwin

El documental 'I Am Not Your Negro' rescata un libro inacabado del ensayista y subraya la actualidad de sus lúcidas reflexiones

Por Andrea Aguilar
Abril 07 2017

El improbable éxito de James Baldwin (Nueva York, 1924-Saint Paul de Vence, Francia, 1987) en el cine ha llegado 30 años después de su muerte, de la mano del director haitiano Raoul Peck. Noche tras noche se agotaban las entradas en los cines de Nueva York el pasado febrero, y al aplauso unánime de la crítica se sumaba la ovación del público al final de la proyección de I Am Not Your Negro, el filme que en aquellos días partía como favorito en la carrera a los Oscar como mejor documental, y que esta semana llegará a las pantallas españolas. El legendario poeta, crítico, novelista, lúcido ensayista y confeso cinéfilo ha saldado póstumamente una deuda pendiente con la gran pantalla desde que trabajó a finales de los sesenta en un guion del que acabaron apartándole.

Baldwin golpeó en la conciencia estadounidense durante tres décadas y expuso la herida racial con una lucidez apabullante. Criado en las calles de Harlem, su padrastro fue predicador y él mismo en la adolescencia siguió ese camino (“aquella fue la época más terrible de mi vida, y por cierto la más deshonesta, y la histeria que me producía dotó durante algún tiempo a mis sermones de profunda pasión”, escribió en La próxima vez el fuego), antes de volcarse en la literatura y escapar a París a los 24 años con muy pocos dólares en el bolsillo, pero convencido de que allí no le esperaba un destino peor que el de ser negro en Estados Unidos.

En sus novelas y ensayos Baldwin habla de la realidad urbana, la brutalidad policial, el mal sistémico que lacera no solo el segregado sur estadounidense, también el norte, las avenidas de las ciudades. Sus palabras recogidas en I Am Not Your Negro (“mis compatriotas eran el enemigo”; “la historia de los negros en América es la historia de América, y no es una historia bonita”; “esta no es la tierra de la libertad, es el hogar de los valientes”) delatan la relevancia de su análisis certero, transmiten una verdad inquietante y próxima, un eco que Peck ha sabido modular.

En 1979, Baldwin decidió escribir un libro sobre tres líderes afroamericanos que conoció y que murieron acribillados: Martin Luther King en 1968, Malcolm X en 1965 y Medgar Evers en 1963. El manuscrito inacabado de Remember this House (recuerda esta casa) y las cartas que envió a su editor hablándole del proyecto son el eje central del documental de Peck.

I Am Not Your Negro no incluye ninguna frase que no sea de Baldwin; él figura como único guionista en los títulos de crédito. Hay fragmentos de otros dos ensayos suyos, No Name on the Street (sin nombre en la calle) y The Devil Finds Work (el diablo encuentra trabajo), y las imágenes mezclan abundante material de archivo —incluidas varias entrevistas y debates con el escritor— y metraje reciente de las protestas tras la muerte de jóvenes afroamericanos en Ferguson y Baltimore o de la toma de posesión del presidente Obama en 2009.

El potente guion póstumo de Baldwin ha sido publicado por el sello Vintage International en Estados Unidos, y su figura ha recuperado un papel central en la turbulenta era Trump. “Hay un elemento profético y moral en su escritura que ha sido redescubierto por un público joven”, explica al teléfono el crítico y escritor Adam Shatz. “Su prosa tiene la cadencia de los sermones, mezclada con Henry James y con el blues, un elemento sagrado en la retórica negra. Baldwin insistió en que el problema de los negros era un problema de los blancos, y ahí está el auge actual de la supremacía blanca”. No fue un líder de los derechos civiles, pero sí un excepcional portavoz de aquella causa, un intelectual comprometido y carismático, amigo de Nina Simone y Miles Davis. “No le gustaba a todo el mundo, Baldwin era una persona poco corriente, exiliado, negro, escritor, gay, pero supo convertir el yo en nosotros. Capturó el drama de Estados Unidos y lo que estaba en juego”, señala Shatz, y añade que en su figura confluye una doble lucha racial y sexual, varias identidades, esa interseccionalidad que ahora se estudia en la academia estadounidense.

Está por ver si también aquí llegará la hora de Baldwin. Publicado en los setenta y ochenta en español, su obra se encuentra hoy prácticamente descatalogada. “Lo que define EE. UU. es la negritud, pero aquí suena muy lejano”, opina la impulsora del sello BAAM (Biblioteca Afro Americana Madrid), Mireia Sentís. Mientras tanto, quedan las palabras de Baldwin: “Yo no soy un nigger, soy un hombre. Si tú piensas que soy un nigger es que necesitas creerlo así, y tendrás que averiguar por qué”.


https://elpais.com/cultura/2017/03/31/babelia/1490956181_039942.html


I Am Not Your Negro - Official Trailer (2016)


I Am Not Your Negro - Official Trailer (2016)