Por Stefano Russomanno
La espalda encorvada sobre el piano, la cara casi hundida en el teclado. Así solía acabar Bill Evans sus improvisaciones. Esta postura, inmortalizada en muchas fotos, encerraba ante todo una manera de concebir la música. Evans parecía auscultar el interior del piano, el oído pegado a las cuerdas y a las teclas como si quisiera captar sus vibraciones más recónditas y débiles, hasta fundirse con el instrumento y convertirse en una extensión de éste.
Escucha recogida. El jazz había nacido como un medio para desahogar la tristeza, la rabia, o celebrar la alegría. Era una comunicación de dentro a fuera. Bill Evans lo convirtió en una conversación íntima, replegada en sí misma. Aquella música que se contagiaba del humo y el vocerío de los clubs nocturnos, adquiría con él unos tonos secretos e inefables. Sus solos reclamaban una escucha recogida y ensimismada; en algunos momentos, su delicadeza parecía incluso encontrarse más cerca del silencio que del sonido. Y también cuando escogía una paleta más enérgica, sus interpretaciones daban la curiosa impresión de proyectarse hacia dentro.
La sutileza es la clave del universo de Bill Evans. El toque cristalino, sensible a la más fina gama de gradaciones y matices, constituía el eje expresivo fundamental de sus exploraciones pianísticas. Por ese medio, el pianista sondeaba los pliegues melódicos y armónicos de los temas desde ángulos absolutamente personales. Pero Evans no era un simple esteta del sonido: sus improvisaciones desprendían un lirismo subyugador y se asentaban en un juego rítmico dinámico y flexible, que disimulaba su notable complejidad interna. Estas cualidades despuntaban especialmente en sus versiones de las baladas y de las canciones americanas, de las que Evans ofreció interpretaciones definitivas.
Peculiar concepto sonoro. Además de ser una referencia para numerosos músicos de la siguiente generación, su peculiar concepto sonoro influyó poderosamente en Miles Davis -en cuyo sexteto el pianista militó durante ocho meses en 1958- y estuvo en el origen de uno de los discos más decisivos de la historia del jazz: Kind of blue. Pero el título de su primera grabación para Riverside en 1956 era ya una declaración de principios: New Jazz Conceptions
A diferencia de otros pesos pesados de la época, la de Evans fue una revolución discreta, pero no menos efectiva. En 1959, formaría un trío con Scott LaFaro (contrabajo) y Paul Motian (percusión) con el objetivo de desarrollar una nueva idea de improvisación simultánea e integrada. Los resultados conseguidos por los tres están considerados como una de las cimas del género. Después de dos discos modélicos (Portait in jazz y Explorations), el trío logró en las sesiones del Village Vanguard del 25 de junio de 1961 un grado de compenetración y creatividad que aún hoy deja estupefactos: el contrabajo se desvinculaba definitivamente de su función de instrumento acompañante y hablaba de igual a igual con el piano, que por otra parte desplegaba una fantasía apabullante.
La muerte de LaFaro en un accidente automovilístico diez días después rompió de forma trágica esta mítica colaboración. En los años siguientes y hasta su muerte en 1980, Evans encabezó otros tríos, algunos de ellos muy buenos, pero sin llegar a repetir aquel milagro. Quedan, eso sí, en su discografía al menos otras dos joyas imperecederas: Undercurrent (1963), con el guitarrista Jim Hall; y The Tony Bennett/Bill Evans Album (1975), acompañando al cantante Tony Bennett.
Evans siempre se reivindicó a sí mismo como músico de jazz, pero es indudable que su inicial formación clásica -se había licenciado en piano en 1950 en la Southeastern Louisiana University- incidió en la definición de algunos aspectos de su estilo. Su manera de tocar estaba marcada por una sensibilidad casi impresionista. La integración polifónica de sus tríos -una absoluta novedad para la época- y la condición paritaria entre todos sus integrantes guardan puntos de contacto con el contrapunto occidental. Un principio análogo inspira también su célebre álbum Conversations With Myself, donde Evans superpone varias grabaciones de sí mismo tocando el piano. No es casual que entre sus piezas favoritas estuviesen las Invenciones a dos y tres voces, de Bach, o la Júpiter, de Mozart.
Ascendencias cultas. Uno de los méritos de la monografía de Peter Pettinger, Vida y música de Bill Evans, es precisamente la atención otorgada a las ascendencias «cultas» presentes en la estética del pianista. El hecho de que Pettinger, pese a su gran pasión por el jazz, sea un músico de extracción clásica (su currículo incluye, entre otro, un disco de sonatas de Bartók junto al violinista Sándor Végh) lo hace especialmente sensible a este tema. Nadie hasta ahora, que yo sepa, había señalado las afinidades entre Peace Piece -posiblemente la improvisación más conocida de Evans- y la Berceuse op. 57 de Chopin (Pettinger va incluso más allá y sugiere una relación, ésta quizá discutible, con el Catálogo de pájaros de Messiaen).
La biografía de Evans está repleta de datos trágicos que podrían dar lugar a un tratamiento morboso de la materia, pero Pettinger los relata de manera sobria y distanciada. Está claro que, entre vida y música, el autor se decanta por esta última. El libro prefiere concentrarse en el repaso exhaustivo del legado discográfico del pianista, que representa al fin y al cabo la puerta de acceso a su arte. Cada grabación es analizada en detalle y todas ellas sirven para dibujar la imagen en movimiento de la evolución de Evans y la razón de trascendental aportación a la historia del jazz.
Expresión espontánea. Evans no fue el único pianista de jazz de su época en aderezar su estilo con sugestiones de la música culta occidental. Sin embargo, lo que en otros casos (Dave Brubeck, John Lewis) asume coloraciones sutilmente intelectuales, en él adquiere categoría de expresión espontánea, sentimental y lírica. Por muy «sabia» y estructurada que sea su música, no hay en ella nada cerebral o artificioso. Tal vez en esto consista la razón de su universalidad, de su capacidad para seducir de forma transversal a los oyentes de un género y otro.
Hay un momento estremecedor en la discografía de Evans por el valor simbólico que irradia. En la versión de I love you, Porgy grabada en las míticas sesiones del Village Vanguard, la íntima poesía de los últimos compases tropieza con la risa vulgar de una mujer entre el público. Ese choque estridente se erige en revelación de una música cuya delicada pulcritud parece irreconciliable con nuestro mundo ordinario. Toda la música y la biografía de este músico de aire tímido y demacrado, consumido por las drogas, la hepatitis y la cirrosis, no fue sino una búsqueda incesante de la belleza en medio de una existencia oscura y feroz.
Bill Evans, Scott LaFaro, and Paul Motian - Waltz For Debby