Álvaro Cortina - Madrid
"¿Por qué no usar los métodos de representación de Claude Monet, de Cezanne, de Toulouse-Lautrec y demás? ¿Por qué no hacer trasposiciones musicales de los mismos?", esto es lo que Erik Satie le dijo a Claude Debussy. De esta analogía entre artes surge el impresionismo musical, el fugaz, el inasible destello de color que tiembla y se esfuma, a la orilla escalonada de los pianos.
Incluso dentro de la estela de los renovadores musicales de entre el siglo XIX y el XX, Satie se hace inexplicable. Si hay músicos de grandes catedrales, los hay también de miniaturas. Satie, como Grieg, como Chopin, es de esta segunda tribu. No escribió óperas, ni conciertos, ni sinfonías. Su mérito está en sus breves rarezas de teclado, íntimas y mistéricas, como de fuente cantarina en un patio insospechado. Su personalidad burlona y recóndita ofrecen un buen retrato para Mary Davis en su biografía 'Erik Satie'
Davis expone con buena prosa vida y biología del autor de la 'Gnosiennes'. Se salpica la narración, lineal (nacer, crecer, morir), con numerosos comentarios (casi siempre humorísticos) del propio Satie, un músico de periferia hasta ya una avanzada edad.
Nació en Normandía, en una familia de economía modesta e historia trágica, y se formó en el conservatorio de París. Pero su vida y su ínsula pianística se nutrieron fuera de la Academia. Frecuentaba cabarets de Montmartre, se ganaba sus francos de músico ambiental, entre el humo disoluto de la crápula.
Era el París que recibía el tren del cinematógrafo, París de impresionistas, de modernistas barceloneses emigrados, de sombras chinas y arengas rojas de Jaurès. Satie fue tejiendo en la soledad de su alcoba una gloria discreta, al principio desconocida, con nutrientes callejeros, de variedades y de ragtime afroamericano. Satie fue bisagra entre Debussy y Ravel (rupturistas frente a la tradición: Franck o Saint Säens) y los vanguardistas del "Grupo de los 6".
Escritor de epigramas y dibujante, amante de la vagatela y del juego, todo en él parece descreído.
Padeció un sarcasmo crónico. Nació y murió humorista. Después de que Debussy le hubiera dicho que su arte adolecía de forma, éste le escribió (dedicado) 'Tres piezas en forma de pera'. El pentagrama imitaba la fruta. "Si tienen forma ya no son amorfas", explico desde la ironía de sus gafas.
A lo largo de sus treinta años, mientras hacía de pianista para cantantes de café-concierto, alumbró sus más delicadas y notorias creaciones: sus 3 'Gymnopédies' y sus 6 'Gnosiennes'. A estos títulos tan complicados de pronunciar se podría añadir el álbum 'Deportes y divertimentos', de 1912. A partir de aquí su nombre se infla, que no su cartera.
Entre sus obras públicas (y controvertidas) se distinguen sus ballets, estrenados con escenografías de Picasso y Picabiay guión de Cocteau, y su drama sinfónico Sócrates. Auspiciado este último por la mecenas Edmond de Polignac (que también patrocinó a De Falla y a Stravinsky). Su nombre se contagió por las conversaciones de salón y los críticos denostaron o alabaron sus trabajos.
Murió en 1925, y cuando sus amigos entraron a su cuarto (donde nadie había entrado antes) hallaron austeridad y garabatos, dibujos y papelinas con textos dispersos y fantasiosos. Tenía 6 veces un traje de pana idéntico. Ese fue el coto de sus creaciones periféricas, de su secreto.
Si Satie hubiese sido un hombre de grandes pretensiones y no un descreído juguetón, se podría decir de él que fue un "artista total". No quiso ser eso, le sonaría muy grandón el epíteto, se dedicó a jugar, prefirió la intrascendencia.
Dibujos y letras y fábulas forman parte integrante de su obra musical. Escribe Davis: "Se sirve del texto para reflejar su compromiso con las tendencias de vanguardia en las artes visuales y en la literatura, demostrando su continuo desafío a los límites de la composición natural".
Soledad radical
'Erik Satie', de Mary Davis ofrece una imagen cabal de un hombre que es más incógnita que hombre. Su pose parece insostenible por su burla natural hacia todo, pero a la vez tiene algo de terrible. Su soledad radical, su cuarto de muerto, ese taller de soltería y vestuario de pana repetida, esas fabulaciones y distancias abruman un poco.
Tanto juego, tanto enigma, tanto descreimiento parecen filtrarse como un dictamen aciago por el libro. Como si detrás de los acontecimientos puntuales, de los éxitos y del dato banal se estuviera larvando un mensaje que farfulla sinsentido.
Satie juega a ser un poeta del absurdo mientras redefine la música con parpadeos y reflejos y destellos de sus 'Gnosiennes'. Escribió un libro con sus recuerdos, lo tituló 'Memorias de un amnésico'. Su música, que late en trémolos, es como un brillante manifiesto de lo efímero, de lo precario, y él mismo, pulcro poeta de periferia, parece querer decir que la vida es un espejismo entre dos fechas.